miércoles, 24 de enero de 2018

LA TAILANDESA



L  A     T A I L A N D E S A





de





RAFAEL NOFAL










Segundo premio del primer concurso de dramaturgia de Tucumán y el NOA organizado por la FUNDRAA – 2017
















ESCENA I

(Un ciego y una mujer joven, su ayudante. Vestuario raido de los dos, el de ella remite lejanamente a un juglar. Toca muy mal una flauta dulce. En un caballete hay láminas que ilustran los relatos del ciego y que ella irá pasando. La actriz es la misma que interpreta a “ELLA”. José, desde un rincón mira la presentación.  Quizás el relato preludiado por el sonido de la flauta se escucha mucho antes de que suba la luz. )

CIEGO:                     ¡Señoras y señores…paseantes …transeúntes! Serán ustedes hoy los únicos privilegiados que escucharán la historia que a continuación voy a relatar, ya que nunca más volveré a contarla en esta ciudad. Yo, Pedro Ortiz Vaquero, último cultor del noble oficio de la juglaría y mi bella ayudante y lazarilla, invocamos al cielo para que este relato sea de vuestro agrado y entretenimiento. Señoras y señores…con ustedes, para ustedes…”La triste historia de la bella Leonor” (Breve introducción musical.) Corrían los tranquilos años en que el automóvil aun no atronaba las calles ni ensuciaba el aire, años en que el televisor aun no podía embotar la mente de los niños, simplemente porque aun no existía. Eran años de bonanza en la lejana Argentina, en la provincia de Tucumán, en el entonces pueblo de Monteros, donde nuestra historia transcurre. Esta hoy pujante ciudad era entonces un pequeño paraíso, orgulloso de su tranquila prosperidad. Sus quintas eran vergeles olorosos de flores, limoneros y naranjales. Allí vivía frente a la plaza principal, en un enorme caserón de balcones y ventanas enrejadas, el riquísimo y severo señor don Carlos, cuyo apellido permítaseme por respeto, guardar. Dueño de enormes cañaverales y de vidas y haciendas que administraba con dureza y honestidad. Vivía el señor don Carlos en su enorme casa con su hija, la bella Leonor, huérfana, ya que su madre había muerto al nacer la niña. Ah! Leonor…Leonor…protagonista de nuestro relato,  era la dueña de los suspiros de todos los jóvenes casaderos de la comarca. Contaba por ese entonces con dieciocho años. Morena, de profundos ojos verdes y con un cuerpo de junco cimbreado por el viento, al caminar. La niña pasaba hacia el mercado acompañada por su criada, en las cálidas mañanas del Tucumán y el aire parecía detenerse. La respiración anhelante de los jóvenes mecía suavemente sus faldas cuando los domingos después de misa, caminaba por la plaza, la flor de la Rosa de Abolengo. Y hasta algún viejo memorioso, cuenta que vio levitar a pocos centímetros de las baldosas, sostenida por el deseo de los hombres y avanzar sonriendo y balanceándose levemente a la bella Leonor, en esas míticas vueltas del perro como entonces se llamaban a esos paseos dominicales. (La luz sale lenta antes de terminarse el texto, sones de flauta.)


ESCENA II

(Escenario vacío.  Entra José con una gran valija de cuero, fuera de moda, se para en el centro.)

JOSÉ:               El centro de la plaza, justo el centro, a mis espaldas, la estatua de la Libertad. Al frente ese inmenso, absurdo palacio, imitación de algún palacio europeo, la casa de gobierno.  Si ese viejo edificio no estuviera, vería la montaña, un cerro verde primero, verde luminoso y brillante y detrás las montañas de puntas irregulares y algunas  blanqueadas de nieve, como las dibujábamos en la escuela o como yo las recuerdo. Si cierro los ojos puedo sentir la suave brisa que viene del sur…de allá, si abro los ojos puedo ver las pequeñas partículas de ceniza como  mariposas muertas, negras, que esa brisa trae de los cañaverales quemados. Si vuelvo a cerrar los ojos, el perfume de los azahares de los naranjos de la calle, me invade el alma. Debe ser agosto o setiembre, pienso, por la quema, el viento…y el perfume. Si camino en diagonal, hacia aquella esquina  encontraré ese inmenso bar;  allí en sus mesas construimos laboriosamente, retazos de memoria para no morirnos del todo. (Camina unos pasos, mira.) No…parece que ya  no está…hay una casa que vende … no se ve bien, (alguien pasa cerca) ¡Señor! Disculpe, yo no soy de aquí…bah, en realidad sí pero hace mucho que no estoy, dígame, allá no estaba ese bar…
TRANSEUNTE:           ¿Usted es…vos sos…?
JOSÉ:                       ¡Negro! ¡Sos vos, negro querido!
TRANSEUNTE:           Estás igual…
JOSÉ                        Vos estás más flaco, mucho más flaco, con canas. Volviste.
TRANSEUNTE:           Si, extrañaba.
JOSÉ:                       ¿Hace mucho?
TRANSEUNTE:           Creo que sí, no llevo la cuenta, es que me voy olvidando.
JOSÉ:                       Yo igual.  También extrañaba, entonces decidí volver cuando me di cuenta como vos, de que me iba olvidando. ¿Vos estabas en Suecia, no?

TRANSEUNTE:           Ahá…
JOSÉ:                       ¿Y qué tal ese país?
TRANSEUNTE:           Y…raro, mucho rubio, al menos en esa época. Ahora no se.
JOSÉ:                       Lindas mujeres…
TRANSEUNTE:           Rubias, blancas, altas…valquirias, que le dicen.
JOSÉ:                       Y…distintas a nuestras criollitas tan lindas, tan llenas de sol. ¿Y vos con alguna…? Digo por probar…
TRANSEUNTE:           No, si me fui con la Martita…¿Te acordás de la Martita? mi mujer.
JOSÉ:                       Claro, como no. ¿Ella también se volvió?
TRANSEUNTE:           Ella me llevó y ella me trajo…si no fuera por ella no me hubiera ido, y solo tampoco hubiera podido volver.
JOSÉ:                       Rasco las costras de la memoria, Negro y te encuentro, escuchá: Había sido nomas cierto/ la Malinche se fue/lo presagiaba un hilo de baba al atardecer/sus bombachas flameando en la soga del patio/olor a lavandina  “El Paraíso”/sal gruesa y un paquete de velas… ¿Te acordás?...alto poeta eras, che.
TRANSEUNTE:           ¡Te acordás de eso!
JOSÉ:                       Andando me encontré con  un  poeta chileno que te conoció allá…Carlos.
TRANSEUNTE:           ¿Muñoz?
JOSÉ:                       Creo que sí. Cuando me habló de vos me vino eso a la memoria. No sé en qué pliegue lo tenía escondido, y volvió.
TRANSEUNTE:           “Aunque los pájaros no picoteen los ojos de los ahorcados/  ella me descubrirá entre las ramas antes de mediodía/ Y cortará la soga con el mismo cuchillo con que corta los zapallos” (Este último verso esta dicho entre los dos)
JOSÉ:                       Ese es otro poema hermoso.
TRANSEUNTE:           ¿No es el mismo?
JOSÉ:                       No, es otro…
TRANSEUNTE:           Se me va mezclando todo.
JOSÉ:                       ¿Seguís escribiendo?
TRANSEUNTE:           Siempre. Uno escribe siempre, aunque no escriba, uno piensa en poesía.
JOSÉ:                       Alto poeta, Negro. Yo nunca te llegué ni a los talones.
TRANSEUNTE:           Y vos ¿Seguiste escribiendo?
JOSÉ:                       No. Algo pasó, cuando me fui de aquí me quedé mudo. No perdió gran cosa la poesía.
TRANSEUNTE:           Pero volviste.
 JOSÉ:                      Si. Cuando me di cuenta que todo se me iba poniendo borroso.
TRANSEUNTE:           ¿Borroso?
JOSÉ:                       Claro, como que una bruma va envolviendo todo y se pierde de a poco el contorno de las cosas, los detalles de los rostros.
TRANSEUNTE:           Ya sé. Me pasó.
 JOSÉ:                        Aunque me esforzara ya no podía recordar ni el color de los manteles de nuestro bar.
TRANSEUNTE:           Nunca tuvo manteles.
JOSÉ:                       ¿No?
TRANSEUNTE:           No.
JOSÉ:                       ¿Ves? Entonces inventé unos manteles que quería recordar…
TRANSEUNTE:           Y el bar ya no está. Ya nada está igual que en la memoria.
JOSÉ:                       Nada… ¿la tailandesa tampoco?
TRANSEUNTE:           Te acordás de la tailandesa.
JOSÉ:                       Esa que se sentaba siempre sola…una gran flor blanca en el pelo.
TRANSEUNTE:           La tailandesa…si.  No se…nunca más la vi. Desapareció.      
JOSÉ:                       Se fue al carajo todo…yo creía que iba a encontrar…
TRANSEUNTE:           A mí me pasó lo mismo.



ESCENA III

(José recuerda los  tres gloriosos días que pasó con ella. Los primeros, los inolvidables.)

ELLA:                        Nunca me voy a olvidar.
JOSÉ:                       ¿De qué?
ELLA:                        De esto, de tu pecho, del olor a humedad de este cuarto, de los días que pasamos en la cama sin levantarnos.
JOSÉ:                       Tres.
ELLA:                        ¿Qué?
JOSÉ:                       Tres días llevamos aquí. Las manzanas se terminaron, solo queda medio paquete de galletitas. Pronto vamos a tener que volver al mundo.
 ELLA:                       De eso tampoco me voy a olvidar. De la sensación de que el mundo sigue andando afuera, pero solo para los otros, para nosotros no, solo nos llega el rumor apagado y confuso de la calle.
JOSÉ:                       Allí afuera están tu madre y  mi trabajo al que no voy desde hace tres días.
ELLA:                        Pero estás enfermo y a mi madre le dije que no se preocupara, que tenía jornadas de investigación. No le mentí.
JOSÉ:                       Yo también investigué, descubrí un lunar rosado en tu nalga izquierda.
ELLA:                        Y yo descubrí que tu pito es curvo y que tiene vida propia.
JOSÉ:                       Y yo, que dormís con un ojo semiabierto. Me parece que para espiar el pito curvo.
ELLA:                        ¡Tonto! ¿Es cierto que duermo con un ojo semiabierto?

JOSÉ:                       Claro…así… mirando hacia el pito.

ELLA:                        Va a ser hermoso cerrar los ojos y recordar todo esto dentro de unos años.
JOSÉ:                       Hablás como si te estuvieras despidiendo.
ELLA:                        No. Solo digo que va a ser hermoso recordar.
JOSÉ:                       Se recuerda solo lo que no se tiene y yo pienso tenerte siempre.
ELLA:                        Yo desconfío de esa palabra.
JOSÉ:                       ¿Siempre?
ELLA:                        Claro. Está hecha de instantes que pasan. La sensación de tu lengua en mi lengua hace un rato o el suave dolorcito en mi espalda cuando me mordías, ya no están. Ya son pasado, solo volverán cuando yo quiera recordarlos.
JOSÉ:                       Tengo hambre.
ELLA:                        No te gusta hablar de esto.
JOSÉ:                       Me da hambre.
ELLA:                        Sos un tonto.
JOSÉ:                       Es que siento que me dejas afuera…no sé, cuando decís esas cosas siento que casi no te  hago falta, que con lo que pasa en tu cabeza te alcanza, en cambio yo no puedo pensarme sin vos.
ELLA:                        Y te da hambre…
JOSÉ:                       Se me estrujan las tripas…
ELLA:                        Hay galletitas.
JOSÉ:                       Me molestan las migas.
ELLA:                        Vení… acercate. Mordeme.
JOSÉ:                       ¿Qué…?
ELLA:                        Que me muerdas.
JOSÉ:                       Pero…¿Dónde?
ELLA:                        En la nuca…aquí. Dale.
JOSÉ                        (Lo hace) Te voy a lastimar.
ELLA:                        ¡Dale…más! Más…fuerte…más…así. (Grita)
JOSÉ:                       (Tiene sangre en la boca.) Te lastimé…
perdoname…perdoname. Te va a quedar una marca.
ELLA:                        Una cicatriz…
JOSÉ:                       Perdón…
ELLA:                        Dejá ya de pedir perdón, ahora, aunque nos separemos, te voy a llevar siempre conmigo. La huella de tus dientes en mi cuello.
JOSÉ:                       Estás loca.
ELLA:                        Sí. Ahora abrazame y dejame dormir en tu pecho…y si ves que tengo un ojo semiabierto, cerralo por favor.



ESCENA IV

 (Se escuchan sonidos de tacos de zapatos de mujer, golpeando la vereda,  alguien que corre como huyendo de algo. Cuando la luz se enciende, en un umbral esta Javi, travesti, escondido. Es de madrugada, tres o cuatro de la mañana. Hace frío. Javi luce un vestido muy pegado al cuerpo y zapatos de taco aguja. El maquillaje ya se ha corrido a esta altura de la noche. Camina inquieto, mira. Cuando está seguro de que nadie lo ha seguido, de un rincón saca una mochila, se demaquilla, se quita la peluca, el vestido y se pone ropa de hombre. Mientras hace todo esto suena su teléfono móvil. En un rincón, inmóvil, con su valija al lado, está José.)
JAVI:                (Habla con tono masculino, sin afectación) Hola,                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        amor. Sí…sí, tranquilo. En un ratito voy. ¿Todo bien?… ¿Los chicos duermen? En cuarenta minutos llego. Besito. Yo también. (Va a salir.)
JOSÉ:               Estás asustado.
JAVI:                (No se sorprende. Se detiene.) Si, un poco.
JOSÉ:               ¿Te persiguen? ¿Quiénes?
JAVI:                No sé. Estas calles están llenas de sonidos, de murmullos, del taconeo de zapatos o botas, no sé…de gente que corre. Ya estoy acostumbrado, pero a veces me asusta. Volviste.
JOSÉ:               Si.
JAVI:                ¿Para qué? Esta ciudad ya no es lo  que era.
JOSÉ:               Ya me di cuenta. Ni el olor es el mismo. Ahora hay un olor rancio, como a cosa podrida, muerta, que sale de las alcantarillas.
JAVI:                Es el olor de las fábricas, el viento lo trae, dice la gente, pero yo se que no. Es olor a cosa antigua, sale de las paredes, de las baldosas.
JOSÉ:               Como los murmullos y los gritos.       
JAVI:                Los gritos vienen del dique, cuando el viento sopla del norte se escuchan aquí.
JOSÉ:               ¿Y la gente que dice?
JAVI:                Nada. No escuchan. Es otra gente, no es la que conocíamos. Para ellos el dique es solo un lugar donde se pesca.   
JOSÉ:               Donde van los domingos a comer sus asados y a chapotear en el agua que oculta los gritos.
JAVI:                ¿Por qué volviste?
JOSÉ:               Por la bruma. Ya no podía recordar nada. Ahora mismo me costó reconocerte.
JAVI:                Vos estas igual. ¿Donde andabas? 
JOSÉ:               En muchos sitios. Pero sobre todo en Barcelona, siempre quise vivir ahí.
JAVI:                Debe ser una linda ciudad.
JOSÉ:               Hermosa, mágica.
JAVI:                ¿Te vas a quedar aquí?
JOSÉ:               No sé…quizás.
JAVI:                Visitame cuando quieras. Siempre estoy en la pérgola, ahora me tengo que ir…cambio y fuera.
JOSÉ:               Chau…Cambio y fuera.
       


ESCENA V

(Primer encuentro con ELLA)

ELLA:                Hola…
JOSÉ:               Hola… sabía que en algún momento te iba a encontrar.
ELLA:                ¿Cuándo volviste?
JOSÉ:               El sábado… domingo, no sé.
ELLA:                Ah…
JOSÉ:               Pero me quedo poco,  una semana máximo.
ELLA:                ¿Por qué?
JOSÉ:               Porque todo esta distinto, cambiado.
ELLA:                Y no te gusta.
JOSÉ:               No.
ELLA:                Vos no cambiaste.
JOSÉ:               Vos tampoco.
ELLA:                ¿Cómo estás?
JOSÉ:               Ahí…  ¿Vos?
ELLA:                Bien…todo bien. A mí tampoco me gustan estos cambios.
JOSÉ:               Pero te quedaste.
ELLA:                Si, siempre anduve por aquí.
JOSÉ:               Caminando las mismas calles.
ELLA:                Son mis calles, me gustan.
JOSÉ:               Yo las extrañé siempre, las calles, las plazas…
ELLA:                Todo este tiempo necesité hablar con vos.
JOSÉ:               Ah…
ELLA:                Pero sos… siempre fuiste tan mudo.
JOSÉ:               No hay mucho para decir, ya.
ELLA:                No, ya no, pero…
JOSÉ:               Ni antes tampoco. Lo que pasó, pasó.
ELLA:                Vos decís eso, pero no sentís así.
 JOSÉ:              ¿No?
ELLA:                No. Si no, no hubieras vuelto.
JOSÉ:               Volví porque… bueno, no sabes ni te importa porque.
ELLA:                Si me importa, José.
JOSÉ:               No, claro que no. Además pasó demasiado tiempo.
ELLA:                Hay rincones de esta ciudad en los que el tiempo se ha detenido.
JOSÉ:               Pero hay muchas cosas que ya no están.
ELLA:                Muchas cosas y mucha gente que ya no está.
JOSÉ:               Bueno, me tengo que ir.
ELLA:                ¿Eso es todo?
JOSÉ                 Y…si.
ELLA:                Bueno…
JOSÉ:               Chau.
ELLA:                Chau.




ESCENA VI

(Un hombre, frente a un poster de Gilda. En un rincón, sentado en su valija, José mira.)
HOMBRE:                  Mirá…yo hablo con vos porque sos la única en la que puedo confiar. Y con la única que se puede hablar, además, porque ella es muda. Sorda no, de eso estoy seguro, pero muda, muda de mirarte, escucharte y …mirarte como si no entendiera lo que decís. Eso en el mejor de los casos porque también puede hacer como que hace algo mientras te escucha, secar interminablemente un plato por ejemplo, o peinar el gato. Odio ese gato. Ella le compró un cepillito especial para peinar gatos y lo peina, lo peina, lo peina…debe ser el gato mas prolijo de la ciudad. Y yo le agarré bronca a él…pero ¿qué culpa tiene el pobre?  Pienso, a veces cuando lo saco a patadas de mi sillón. Aunque, sí, entiende, algo entiende, porque cuando empiezo a hablar, el muy hijo de puta se sube a la mesa,  se sienta al lado del cepillito y desde allí la mira y le maúlla como pidiéndole que lo peine, como diciéndole aquí estoy para ayudarte a escapar de este que habla tanto.
(El retrato de Gilda se ilumina)
GILDA:                      ¿Y vos qué pensás? ¿Por qué crees que no quiere hablar?
(La luz se apaga.)
HOMBRE:                  La verdad, la verdad…no sé. A veces pienso que tiene cosas en su pasado, cosas oscuras que no quiere o no puede contar y que le impiden ser feliz. Yo le digo – no es tan difícil la felicidad, es cuestión de proponérselo, nomas, de ir poniendo ladrillitos, uno cada día- le digo,  ¿Quién no tiene cosas del pasado que le cagan la vida? Pero si nos vamos a pasar todo el tiempo chapoteando en la mierda antigua…No, así no se puede vivir.
(Larga pausa. La  luz del retrato se enciende como diciendo –¿Y..?-Cuando él vuelve a hablar, se apaga.)
Mirá...yo sé que vos con el “Toti” tuvieron sus cosas, sus agarradas, como todo el mundo pero se arreglaron, por eso cuando vos cantás “No me arrepiento de este amor” yo te entiendo, te entiendo tanto. Porque uno se muere así como te moriste vos, un camión se te cruza en la ruta y bum  a la mierda, a la mierda todo… ¿y qué queda? Queda el amor que tuviste por alguien, no mucho más…vos lo decís en la canción: “siento que la vida se nos va/ y que el día de hoy no volverá”. Por ahí leí  que el Toti te pegaba, ¡a vos! ¿Cómo alguien podría pegarte a vos? Pero bueno, así terminó, ahora vos sos una santa y el no es nadie, no existe.
(La luz se enciende)
GILDA:                      Estábamos hablando de vos.
HOMBRE:                  A veces llora. Te cuento, a veces escucha, peina el gato y llora. Parece un pajarito, o a mi me parece un pajarito grande y desvalido que peina un gato. ¿Raro, no? Así le decía yo al principio, “mi pajarito” y se reía, le gustaba que le diga así. Es que siempre me pareció un pajarito tembloroso de plumas calentitas y el corazón latiéndole muy rápido. A veces ponía mi oído en su panza y se escuchaban ruidos extraños, como de un ingenio en plena producción  -ahí entra la caña al trapiche- le decía, -glu, glu, glu… ahí  va el jugo hacia los tanques, pronto va a ser azúcar- le gustaba el juego y cuando ponía el oído en su pecho sentía el corazón latiéndole acelerado, como de gorrión asustado. Ahora ya nada de eso puedo hacer…extraño esas cosas que, no sé, te parecerán tontas pero a mí me hacían sentir muy bien. Ahora nada…nada…no puedo acercarme. (Larga pausa)
GILDA:                     (Luz) Bueno, dejamos aquí por hoy.
HOMBRE:                  ¿Ya?
GILDA:                      Si, es la hora. (La luz se apaga.)
HOMBRE:                  (A José) Me voy a abrir el taller.
JOSÉ:                       ¿No es medio tarde, ché?
HOMBRE:                  Si. Igual, no hay trabajo.
JOSÉ:                       Te acompaño.
HOMBRE:                  Te juro que cada vez entiendo menos.
JOSÉ:                       Bueno…no sos el único. Yo tampoco entendía muchas cosas.
HOMBRE:                  Todo es simple o debiera ser simple, pero se empeña en complicarlo…
JOSÉ:                       Para ellas nada es simple. Nunca sabes qué quieren, qué  las alegra. Me pasó igual.
HOMBRE:                  Si, pero estaban juntos, se fueron juntos.
JOSÉ:                       ¿Juntos?...si, si.
HOMBRE:                  No se despidieron de nadie.
JOSÉ:                       Es que no podíamos. Yo  había planeado todo  muy bien. Ir hacia el norte en el auto, como si fuéramos turistas. Te acordás que nos pusiste el citroen a punto?
HOMBRE:                  Si.
JOSÉ:                       Dejarlo en Tartagal y cruzar caminando hasta Yacuiba. Desde ahí, el mundo era nuestro.


ESCENA VII

(Dos niños se comunican  por un agujero en la pared. Han fabricado un “intercomunicador” con una manguera y dos embudos. Uno da golpecitos en código en la pared  hasta que el otro acude, pasa la manguera, enchufan los embudos.)     
      
-  Hola… ¿estás ahí? Cambio.
-  Sí, aquí estoy. Cambio.
- Hola…
- Hola…
- ¿Ya tomaste la leche? Cambio
- Si, ¿y vos? Cambio
- También. Te vi en el patio de la escuela, estabas jugando al futbol. Cambio.
-  Ah…yo no te vi. Cambio.
- Si me viste. Cambio.
- Si…
- Te dio vergüenza saludarme…cambio.
- No, ¿por qué?
- No se… porque estabas con tus amigos del futbol. Cambio.
- No tiene nada que ver.
-  ¿Ya hiciste la tarea para mañana? Cambio.
-  Me falta matemáticas que no entiendo.
-  Decí, cambio.
- Cambio.
-  ¿Querés que te ayude? Cambio.
-  Me ayuda mi papá cuando llegue del trabajo. Cambio.
- Ah, bueno… ¡Qué golpe te diste en la rodilla, en el partido! Cambio.
- ¿Me viste?
- Claro. Cambio.   
- No lloré… y lo cagué de una patada a Cacho, que me empujó. ¿Viste? Cambio.
- Si vi. ¿Te lastimaste?
- Casi nada. No me duele. Cambio.
-  Sos fuerte. Cambio
-  Si mi viejo no entiende lo de matemáticas, a la noche ¿podés ir a la plaza, así me ayudás? Cambio.
-   Si. ¿A qué hora?
-   A las nueve. Cambio
-  Te espero a esa  hora en el banco roto. Cambio
-  Bueno. Un ratito nomás porque mi viejo…
-  Ya sé. Cambio y fuera.
-  Chau. Cambio y fuera.



ESCENA VIII

(Sonido de flauta. El texto comienza a escucharse en la oscuridad muy bajo, sube lento junto con la luz, como jirones de un recuerdo que vuelve. José mira.)

CIEGO:             ¡Atención, atención…mucha atención señores paseantes! Que aquí presento al otro protagonista de nuestra historia. Hasta nuestra bendita España habían llegado noticias del fértil, del ubérrimo paraíso tucumano y desde aquí, desde Granada, para ser más preciso, partió a probar suerte en estas tierras de Dios un joven y gallardo caballero español, tan rico en prosapia y nobleza como escasa era su fortuna…Llegó a Monteros, allí en el lejano Tucumán y con algún dinero que su familia había conseguido reunir, compró algunas tierras y se puso a trabajarlas con esmero. Dicen…dicen que dicen, que allí en Granada había quedado una prima lejana, novia con compromiso de matrimonio que cada mes recibía una carta de su joven prometido. . Dicen, dicen que dicen que la muchacha granadina, en primorosos paquetitos anudados con cintas celestes, iba guardando estas cartas en un arcón. Pero ese compromiso no fue obstáculo para que un domingo, un ya lejano domingo del mes de octubre en la plaza de Monteros, los negros ojos del joven español y la verde mirada de Leonor se encontraran….Y allí amigos, en ese mismo instante, como fruta madura, estalló el amor. Después fue un breve saludo en la iglesia, luego un fugaz encuentro en el mercado y más tarde…más tarde una cita nocturna amparados por el jazmín del cabo que colgaba hacia la calle desde el muro trasero de la casa de Leonor….El amor creció y como río embravecido creció también la pasión. Las cartas a España fueron espaciándose hasta cortarse definitivamente. Allí quedó una novia en eterna espera mientras en tierras monterizas, don Carlos se oponía férreamente al amor de los jóvenes. Ya había echado al enamorado español cuando este fue a pedir permiso para visitar a su amada…tenía otros planes para su hija. Pero…¡Ay de los viejos que se oponen al amor de los jóvenes! Porque este crecerá acicateado por la oposición. Y así fue. El frondoso jazmín del muro se convirtió en el amparo de la pasión prohibida, noche a noche los jóvenes amantes se encontraron allí. Pero las lenguas de los pueblos pequeños son largas y afiladas. Don Carlos no tardó en enterarse de estos encuentros y tomó la terrible decisión: encerró a su hija entre cuatro paredes y amenazó al muchacho con matarlo si volvía a acercarse a Leonor. Los días pasaron…ella languidecía en su habitación y el amante rondaba por las noches insomne y triste, las callejuelas de Monteros… (Suena la flauta de la ayudante.) Así los jóvenes amantes separados…pero el amor vence cualquier barrera, cualquier prohibición…Un día, una carta llevada por una mano amiga llega hasta Leonor. Esa noche, una sombra se acerca furtiva al jazmín del muro y los amantes se encuentran. Pero…¡Ay de los viejos que se oponen al amor de los jóvenes! ¡Ay de los amores contrariados, porque traen desgracia!...Don Carlos llegó tarde aquella noche de una reunión y como llevado por un presentimiento fue hasta la habitación de su hija y al no encontrarla comprendió lo que había sucedido. Loco de rabia empuño su pistola, corrió hasta el muro y sorprendió a los amantes. Antes de que estos pudieran reaccionar, un certero balazo atravesó el corazón del joven español…la desgracia había caído sobre aquel pequeño paraíso tucumano. La desgracia y la tristeza, porque dicen…dicen que dicen, que aquella noche comenzó una lluvia sobre el pueblo de Monteros, que duró más de cien días. Dicen que esa lluvia no pudo lavar la gran mancha de sangre que por muchos años quedó en el muro y que acompañó además, el silencioso llanto de Leonor. Dicen que cuando escampó, Leonor dio a luz una niña y murió en el parto. Dicen que dicen que un intenso perfume a jazmín inundó la habitación en el momento del alumbramiento y desde entonces ese perfume acompaña a todas las mujeres de aquella estirpe…como mi ayudante y lazarilla, descendiente directa de la bella Leonor. Y ustedes, señores con vuestro fino olfato, podrán comprobarlo mientras Sofía pasa recogiendo el generoso óbolo que nos permitirá seguir la marcha. Muchas gracias. (Breve sonido de flauta, Sofía se acerca con la gorra a José, se miran largamente, baja la luz.)


ESCENA IX
(El bar del olvido)

JOSÉ:                       Yo ocupaba mi mesa aquí, casi en el centro del salón, con un café toda la tarde, no tenía dinero para más…hacia allá, donde están los televisores estaba Bernardo... ¿solo o con ese al que le decíamos  “Ghandi”? no sé…Para el otro lado, donde están exhibidos los celulares estaban Pancho y Dumit, tomando un vino. En una mesa del fondo, donde se exhiben las computadoras, semidormido estaba El Gallego, yo miraba hacia la puerta, eso sí recuerdo, porque de pronto vi entrar a Lucrecia con un cuadro bajo el brazo que fue a sentarse a la mesa del gallego, allá, al fondo, justo donde se ve esa compu negra. Media hora después entraron unos policías a quitarle a Lucrecia el cuadro que había descolgado del museo de enfrente.
LUCRECIA:        (Entrando con un  cuadro bajo el brazo) Hola. ¿De visita?
JOSÉ:                       Trato de recordar. ¿Vos seguís por aquí?
LUCRECIA:        Siempre, siempre…me gusta caminar por los mismos lugares, aunque ya no sean los mismos.
JOSÉ:                       No son los mismos. Aquí había mesas cuadradas, marrones; allá al fondo un piano.
LUCRECIA:        Y un murmullo de voces amigas que yo todavía escucho aunque las mesas ya no estén.
JOSÉ:                       ¿Ese es el cuadro que robaste aquella noche?
LUCRECIA:         No, señor, no lo robé.  Rescaté una obra de arte de la prisión en la que estaba.
JOSÉ:                       El museo de  enfrente.
LUCRECIA:         El cementerio del arte, querido. Allí van a enterrarse estas obras, a veces aun vivas, hasta que mueren asfixiadas. ¿Viste a Pancho?
JOSÉ:                       No. ¿Viene por aquí?
LUCRECIA:         A veces. Tengo ganas de tomar un vino con él. Aunque no sé para qué, solo por repetir el gesto porque ya no le percibo el gustito… 
JOSÉ:                       Es cierto…yo tampoco, con lo lindo que era sentirlo bajar por la garganta…
LUCRECIA:        Pero, por lo menos eso…repetir el gesto y conversar, escucharlo putear con la lengua pastosa, agarrotada.
JOSÉ:                       Aunque  en este sitio tan lleno de televisores encendidos, de indiferencia…
LUCRECIA:         No, ahora no. Más tarde…Pancho llega  más tarde cuando todas estas estúpidas luces ya no están. A la noche, cuando todo está en silencio,  los murmullos vuelven.
JOSÉ:                       ¿Todos vuelven?
LUCRECIA:        No, no todos. A algunos les cuesta más, otros vuelven pero ya casi no se reconocen, lentamente se van desvaneciendo, unos se ponen opacos, otros transparentes y ya casi no hablan.
JOSÉ:                       Voy a quedarme hasta la noche entonces. ¿Julio viene?
LUCRECIA:        ¿El flaco ese que era poeta? Por aquí anda poco, a veces lo veo en la plaza. Los que se van con sufrimiento siempre vuelven. ¿Vos donde anduviste?
JOSÉ:                       Por varios sitios…primero por Bolivia,  luego por España, Barcelona, ahí me quedé… en el barrio gótico.
LUCRECIA:         Conozco. ¿Lindo, no?
JOSÉ:                       Si, siempre había querido vivir ahí, vagar por sus callecitas, tomar un vino en esos chiringuitos llenos de olor a frituras. Hasta intenté aprender a bailar la sardana. Los domingos frente a la catedral me ponía al lado de los bailarines y copiaba sus pasos, me divertía, pero siempre me tropezaba en los  “llarg”, los pasos largos, me caía y los bailarines tropezaban conmigo, se asustaban…bueh, dejé la danza.
LUCRECIA:        Y te volviste.
JOSÉ:                       Es que un día traté de recordar la cara del mozo... ¿te acordás del mozo, ese gordo grandote de cara achinada al que le decíamos “guardaespaldas de Mao”? Bueno…no pude recordar su cara, entonces probé con  la cara de la tailandesa… ¿te acordás de la tailandesa?
LUCRECIA:        Una que se sentaba sola, con una gran flor en la cabeza…todos la querían coger. No era tailandesa.
JOSÉ:                       Ya sé, bueno esa… Tampoco podía recordar su cara. Entonces me asusté, me estoy quedando vacio, pensé, hueco. El olvido , como un gusano me iba comiendo todo lo que había sido, lo bueno y lo malo. Ahora estoy juntando pedacito a pedacito, retazos de memoria.
LUCRECIA:         ¿Para qué?
JOSÉ:                       ¿Para qué…Qué?
LUCRECIA:        ¿Para qué hacés eso?
JOSÉ:                       (Largo silencio) No sé.


ESCENA X
(Retazos de memoria.)
  
JAVI:                        Es así la vida, che.
JOSÉ:                       ¿Cómo, así?
JAVI:                        No se…así…que un día amas tanto que te  duele el cuerpo, que parece que te tengo metido entre las tripas, ahí enredado… que no te vas a poder salir nunca.
JOSÉ:                       No suena muy poético.
JAVI:                        No, pero es así, esa es la sensación. Estas en el cuerpo, en mi cuerpo. A veces te siento  como un peso aquí, un dulce  peso  donde empieza el estómago.
JOSÉ:                       ¿Y…?
JAVI:                        Y a veces siento como un calorcito aquí en el esófago, como un suave nudo en la garganta…es porque estás ahí
JOSÉ:                       ¿Todo eso sentís…y qué más?
JAVI:                        A veces también me despierto y siento que ya no estás más.
JOSÉ:                       ¿No?
JAVI:                        No. Voy al baño y mientras orino con la puerta abierta, descubro la sensación de vacío, entonces  giro la cabeza y te miro.  Ahí estás, durmiendo  boca abajo; cuando dormís boca abajo, no roncás. Estás ahí, pero parecés otro, ajeno, lejano, desenredado de mis tripas; entonces vuelvo a la cama y me acuesto en un rinconcito. Siempre te desparramás en la cama como si durmieras solo. Me acuesto y lloro muy bajito para no despertarte. Lloro porque sé que te voy a dejar…o me vas a dejar…sé que nos vamos a dejar.
JOSÉ:                       Sos un boludo. ¿Sabías?
JAVI:                        Si, pero ¿por qué lo decís?
JOSÉ:                       Nadie se separa porque se le desenrede el otro de las tripas. Es una boludez, eso. Encima tan poco poético…
JAVI:                        ¿Y por qué, entonces?
JOSÉ:                       Y que se yo…porque alguno de los dos se enamora de otra persona, por ejemplo.
JAVI:                        No seas básico, ¿querés?
JOSÉ:                       ¿Con quién te metiste, ya? ¿Quién se te enredó en las tripas, ahora? Para usar tu afortunada metáfora.
JAVI:                        ¿Ves que no entendés nada?
JOSÉ:                       No, no entiendo.
JAVI:                        Básico.
JOSÉ:                       Puto.
JAVI:                        Si.
JOSÉ:                       ¿Si, qué?
JAVI:                        Soy puto…vos también.
JOSÉ:                       ¡No…yo no! ¿O sí? Bah…no sé. Me tengo que ir.
JAVI:                        ¿Por qué tan temprano?
JOSÉ:                       Debe estar por llegar mi viejo.
JAVI:                        Pero si le dijiste a tu mamá que estabas estudiando conmigo.
JOSÉ:                       Por eso. A él no le gusta que estudie con vos.
JAVI:                        Ya estas grande, José.
JOSÉ:                       Lo mismo. Chau.
       

ESCENA XI

(Es un hombre mayor. Habla con la planta que está en una maceta sobre la mesa.)

HOMBRE:                  ¡No me jodas, más! ¡por favor, te pido! no me jodás mas ¿querés? ¿Te crees que para mí es fácil? ¡Silencio! Es lo único que pido, silencio y tranquilidad. ¡Un día de estos te reviento contra la pared y se termina todo! ¡No me obligués!
JOSÉ:                       Estas enojado…
HOMBRE:                  Es que me saca de las casillas. Habla, habla, habla…
JOSÉ:                       ¿Qué dice?
HOMBRE:                  Al final es como todas, cuestiona, mete el dedo en las llagas sin asco. No entiende que hay cosas que es mejor olvidar, hacer de cuenta que nunca existieron.
JOSÉ:                       ¿Cómo se llama?
HOMBRE:                  ¿Ella? Guzmania lingulata.
JOSÉ:                       Epífita, de la familia de las bromilaceas.
 HOMBRE:                 Ah! La conocés. Yo le digo Rita., nomas.  Es linda ¿no?
JOSÉ:                       Linda y de buena memoria.
HOMBRE:                  Ahá… como todas, se acuerdan de todo, y en algún momento aparece la factura, el reclamo. Es  delicada…tengo que juntar agua de lluvia para regarla, eso le gusta. Para recordar cuando vivía en la selva, debe ser.
JOSÉ:                       Cuando era feliz…
HOMBRE:                  Todos recordamos momentos en los que fuimos más felices que ahora.
JOSÉ:                       Así es.
HOMBRE:                  Perdón… ¿te conozco? Tu cara me resulta familiar, te parecés a…
JOSÉ:                       Tengo una cara bastante común, muchos nos parecemos. Fácil de confundir y fácil de olvidar.
HOMBRE:                  Dentro de todo, es mejor. Hay cosas y gente que te resuenan en la cabeza durante años y años. Te torturan.
JOSÉ:                       Nada dura tanto, en algún momento todo se desvanece.
HOMBRE:                  Ojalá. Yo le digo a Rita –hay que enterrar los muertos, así no se puede vivir, si querés nos vamos de aquí así nada te hacer recordar-, le digo, pero a ella le gustan los lugares cálidos y húmedos, con poca luz, como este.  A mí también.
JOSÉ:                       Bueno…algunas cosas en común, tienen.
HOMBRE:                  No sos de aquí, ¿no?
JOSÉ:                       ¿De aquí, donde?
HOMBRE:                  De esta ciudad.
JOSÉ:                       Si. Bueno…en realidad era de aquí. Me fui hace mucho. Ya ni se cuanto.
HOMBRE:                  Hablás raro.  ¿Y que hacés aquí?
JOSÉ:                       Estoy volviendo.
HOMBRE:                  ¿Por qué? ¿Por qué alguien querría volver aquí?
JOSÉ:                       Por eso del olvido, que decías. Si camino hacia allí, encontraré una plaza, ¿verdad?
HOMBRE:                  La plaza San Martín.
 JOSÉ:                      Una plaza hermosa, grande, muy arbolada, con la estatua de San Martín a caballo en el centro…
HOMBRE:                  Si.  En el dedo de la estatua, el que señala al oeste, se posan las palomas.
 JOSÉ:                      Ese dedo me señalaba el camino cuando salía de la escuela y cruzaba por ahí, de vuelta a casa.  –Hacia allá…camine hacia allá, no se quede a jugar en la plaza- me decía  San Martín.
HOMBRE:                  Yo también viví por ahí cerca. Es hermosa esa plaza, yo también jugaba allí, de niño. Hace años que no paso por ese  lugar.
JOSÉ:                       Debajo de un lapacho  inmenso había un banco roto.
HOMBRE:                  ¿Como es el lugar de donde venís?
JOSÉ:                       ¿Barcelona? Hermoso.  Años en un pisito frio del barrio gótico, en el carrer del Pi, cerquita de la plaza. En invierno es sombrío, pero en verano todo es colorido y alegre. Me voy.
HOMBRE:                  ¿A  ver la plaza?
JOSÉ:                       Si.
HOMBRE:                  Creo que la remodelaron.
JOSÉ:                       Adiós. (Desaparece)
HOMBRE:                  (Riega la planta con un aspersor y le limpia las hojas)  ¡Mirá como estás! Perdóname los gritos pero me ponés nervioso…Decís cada cosa…después soy yo el violento. Pero vos me ponés loco. ¡Uh! Ya anduvieron esas mosquitas de nuevo…mirá. Pero yo te voy a cuidar. Vos no tenés que hacer nada…te quedás así, quietita, y yo me ocupo…así. No estés triste. Son lindas tus hojitas, suaves. ¿Ves? Ya estás mejor.


ESCENA XII
(En el parque)
JOSÉ:                       Hola.
JAVI:                        Viniste…
JOSÉ:                       Si. Hay cosas que todavía no logro entender, hablás conmigo como si nos hubiéramos visto ayer.    
JAVI:                        Es que siempre estuviste conmigo, aunque no estuvieras. Hablo con vos, te cuento cosas…
JOSÉ:                       Aunque no me tengas enredado entre las tripas…
JAVI:                        ¿Y vos qué sabés?
JOSÉ:                       Pero…es que después de…
JAVI:                        Después de nada, José. ¡Pasó hace tanto tiempo! Cuantos años tendríamos, quince…dieciséis.
JOSÉ:                       Dieciséis.
JAVI:                        Estás, siempre estás, en un lugar más chiquito, pero estás.
JOSÉ:                       Me porté mal.
JAVI:                        No. Uno hace lo que puede y vos siempre fuiste medio cobarde.
JOSÉ:                       Si. Después de eso en la plaza, no me animé a verte más.
JAVI:                        “Eso en la plaza” fue tu papá moliéndome a golpes y gritándome  - ¡Puto…puto!- y vos mirando sin decir nada.
JOSÉ:                       Tenía miedo.
JAVI:                        Lo que más me dolió fue tu silencio. Recuerdo como si fuera hoy: me quedé largo rato tirado, ensangrentado, llorando no tanto por los golpes sino por tu silencio.
JOSÉ:                       Tenía miedo… ¿no sabés lo que es el miedo?
JAVI:                        Si, claro. ¿Y después?
JOSÉ:                       Después fui muchas veces al fondo, esperando escucharte, ver la manguera…
JAVI:                        Al otro día me fui de casa. A nadie le importó mucho. 
JOSÉ:                       Ah, claro.
JAVI:                        ¿Y después?
JOSÉ:                       Después entré a la facultad, empecé a militar, encontré una chica…
JAVI:                        ¿Una chica?
JOSÉ:                       Si.
JAVI:                        ¿Y…?
JOSÉ:                       Todo bien. Nos fuimos a vivir juntos. ¿Y vos?
JAVI:                        Ya ves…
JOSÉ:                       Tenés a alguien…
JAVI:                        Tengo marido, hijos…adoptados, claro.
JOSÉ:                       Ah…
JAVI:                        Descansá, José.  Siempre vas a estar aquí…en algún rinconcito.


ESCENA XIII
(Último encuentro con ELLA.)
ELLA:                        Amor…siempre me dijiste, amor. Cuando me llamabas por mi nombre, era porque te habías enojado por algo.
JOSÉ:                       Ahora no podría aunque quisiera. No puedo recordar tu nombre.
ELLA:                        ¿Qué cosas recordás?
JOSÉ:                       Fragmentos de cosas, sensaciones. Recuerdo por ejemplo, el olor de tu pelo… como a castañas asadas.
ELLA:                        ¿Qué más?
JOSÉ:                       Un pedacito de una cumbia que bailamos en una fiesta de carnaval. (Tararea)
ELLA:                               (Canta recordando de a poco la letra.) Ay, al son de los tambores/ esa negra se amaña/ y al sonar de la caña/ va brindando sus amores…
JOSÉ:                       ¡Era esa! Una vieja cumbia colombiana.
ELLA:                        Un club cerca de la facultad.
JOSÉ:                       Una calle con adoquines.
ELLA:                        Nunca bailaste muy bien, pero eras  divertido.
JOSÉ:                       ¿Te parece?
ELLA:                        Si, luego te fuiste poniendo triste.      
JOSÉ:                       También recuerdo la sensación del viento caliente en la cara una tarde de verano.
ELLA:                        ¿Estabas conmigo?
JOSÉ:                       No sé.
ELLA:                        Porque solo estuvimos dos veranos juntos.
JOSÉ:                       Y recuerdo la mirada de un hombre, una madrugada. Había movido una bolsa  con el pié, la bolsa explotó.  El quedó sentado en la vereda y miraba el hueco donde había estado su pié. No sangraba.
ELLA:                        Ahí comenzaste a ponerte triste.
JOSÉ:                       Quizás. Y junto con esa mirada me viene  siempre el olor de las naranjas agrias reventadas en la vereda.
ELLA:                        Siempre los olores…
JOSÉ:                       Si, como el olor de tu pelo. Igual a las castañas asadas de la plaza del Pi, en Barcelona.
(Larga pausa.)
ELLA:                        Nunca fuiste a Barcelona, José.
JOSÉ:                       ¿Cómo que nunca fui?
ELLA:                        Inventaste esa plaza que nombrás, el pisito húmedo, las calles retorcidas del barrio gótico. Inventaste todo.
JOSÉ:                       ¡Años vagué por esas calles!              
ELLA:                        Quizás…pero nunca llegaste.
JOSÉ:                       ¿Cómo que nunca llegué?
ELLA:                        Lo tenías todo meticulosamente planeado. Siempre fuiste de planear todo. Saldríamos en la madrugada, pero El Negro te avisó que venían esa noche por nosotros, te asustaste, subiste al auto y te fuiste.
JOSÉ:                       ¿Solo?
ELLA:                               Si. Yo llegué quince minutos después –se acaba de ir- me dijo una vecina.
JOSÉ:                       Te abandoné…
 ELLA:                       Salí corriendo y la casa quedó abierta. No sabía qué hacer  y me fui a la plaza, había gente, chicos.  Allí me agarraron, nadie dijo nada, solo miraban. Te juro que me había prometido firmemente no hablar, para darte tiempo…pero no aguanté, no aguanté.  Perdoname.
JOSÉ:                       ¿Qué más?
ELLA:                        Después los escuché decir que te habían parado en la ruta, camino a Salta. Ni a Tartagal llegaste. Se reían del citroen, pero creo que uno de ellos se quedó con nuestro auto.
JOSÉ:                       ¿Qué más?
ELLA:                        Nada más…ahí terminó todo.
JOSÉ:                       ¿Y el bar…y la tailandesa…y…?
ELLA:                        Ya nada de eso existe, José.
JOSÉ:                       Te dejé…
ELLA:                        Si, pero vos lo dijiste, lo que pasó, pasó. Ya está.
JOSÉ:                       Y nunca llegué a Barcelona…
ELLA:                               No…nunca.
(Ella sale. José queda solo en el escenario. Sube la música y baja lentamente la luz del final.)


RAFAEL NOFAL
Tucumán- Junio de 2017

rafaelnofal@hotmail.com

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