martes, 28 de julio de 2015

EL CONDE DE MALUCO

EL CONDE DEL MALUCO
Monólogo de Rafael Nofal basado en la novela MALUCO de Napoleón Baccino Ponce de Leon

Una flauta trae sones del lejano medioevo español. La luz sube lenta sobre un anciano que sentado a una mesa rústica cubierta por un viejo mantel relee lo que acaba de escribir. El mobiliario es completado solo por un arcón de madera de donde aparecen casi mágicamente, los pocos elementos que le servirán a Juanillo para contar su historia.

JUANILLO:   En el año de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo de 1519, yo, Juanillo Ponce, natural de Bustillo del Páramo, en el reino de León, me vine con mi señor, el Conde don Juan, a su señorío en Monturque, vecino a Córdoba, la infiel. Y como quiso la suerte que aquel gran señor, el mas generoso y amable de los amos, a quien Dios tenga en el purgatorio, que la lujuria es un pecado menor, muriese a las pocas semanas en los brazos de Eros, por así decirlo, que tan esforzado era en la guerra como en el amor, y no menos animoso pese a sus años; determiné venirme a Sevilla a ejercer mi oficio de truhán y tener así ocasión de probar suerte en las Nuevas Indias descobiertas ha poco, por el Almirante. Y estando en esta ciudad de los reinos de vuestra Merced, divirtiendo con mis artes a la chusma marinera por un mendrugo, supe que se preparaba una expedición al Maluco, y decidí probar suerte en ella.


(Lentamente se levanta y camina apoyado en su bastón, en dirección al público  donde coloca a su imaginario interlocutor.)

¿Cómo podía yo imaginar alteza, la negra suerte que nos estaba reservada? Bien dicen que la necesidad tiene cara de hereje, y, pese a se yo converso en todo cuanto un hombre puede serlo, a excepción de lo que cortaron y arrojaron a los perros de mi prepucio a siete días de mi nacimiento y que no hay voto capaz de restituirlo, tenía por esos días las mismas necesidades que los príncipes y los papas, esto es, de llenar mis tripas de vez en vez, por lo que me di por bien favorecido con lo que los oficiales de la Casa me dieron y alejé de mi toda otra inquietud.
Y porque otra vez los perros de la necesidad me acosan, ahora en la vejez, perdidas ya mis artes para mover a risa, determiné, antes de morir, dar cuenta a vuestra alteza de los muchos prodigios y privaciones que en aquel viaje vimos y pasamos, y el mucho dolor y la gran hambre que sufrimos, junto a las muchas maravillas y placeres que tuvimos; para que su majestad sepa y medite en su noble retiro de cómo las ambiciones y caprichos de los príncipes afectan a la vida de quienes andan por el mundo a ciegas, siempre sujetos al arbitrio de los poderosos. Tenga en cuenta, mi señor que en Bustillo del Páramo, mi pueblo natal, sufre grande pobreza este Juanillo, bufón de la armada, que hizo con sus gracias tanto por la empresa como el mismo Capitán General, don Hernando de Magallanes, con su obstinación.
Quizás ello os determine a interceder ante vuestro hijo, nuestro amado Felipe, para que se me restituya la pensión que por andar por pueblos y por plazas contando nada mas que la verdad, se me quitó.          
Con ello no solo repararía su majestad los muchos daños que su decisión de enviar aquella escuadra al Maluco causó, sino que haría además justicia a esta noble profesión de nos, que es la de hacer reír olvidando nuestros propios dolores para mitigar las penas ajenas, porque ¿Qué cosa hay en este mundo mas necesaria que los Francesillos, y los Pericos y este Juanillo de profesión bufón?

         (Música. Pasos de danza del anciano bufón.)

         En mi modesta opinión, ni el propio don Hernando sabía a donde íbamos, por mas que a todos quisiera engañar hablando de razones de seguridad para mantener oculto el secreto.
         Pero nada estimula tanto la imaginación de los hombres, como lo desconocido. Se habla de la zona perusta donde, según aquel Aristóteles que todo lo sabía, jamás llueve y las aguas hierven por el mucho calor, cocinando los maderos y desfondando las naves. Se habla de terribles monstruos marinos que surgen de entre el vapor de las aguas al sur del cabo de la Esperanza y que atrapan y trituran los navíos como si fueran de azúcar. Se habla de las criaturas de las antípodas, que viven con la cabeza para abajo. De mujeres con cabeza de puerco y otras con pezuñas de yegua, que andan por las selvas enloqueciendo a los viajeros con sus hermosos cuerpos y sus rostros de vírgenes. Se habla de los hombres plantas que tienen un solo y gigantesco pie fijo en el suelo y también ¿por que no? de ardientes amazonas de un solo pecho que fuerzan a los hombres a satisfacerlas y lejos…mucho mas lejos, el Maluco, adonde se dice que vamos, el clavo, la pimienta, el azafrán, la canela, para regresar los mas ricos, con títulos, gobernaciones y honores sin cuento.

(Transición)

¿Pero que éramos nosotros con nuestros ridículos sueños e infantiles miedos? Simples marionetas movidas por hilos invisibles, títeres sujetos al arbitrio de unos locos para dar contento a los ricos, para que no falte en la mesa de los poderosos la pimienta con que sazonar la carne, ni el clavo y la canela para aromatizar su vino mientras nosotros lo bebemos agrio, mientras nuestra agua apesta y andamos peregrinos por mares sin vida y tierras desiertas; y cuando por fin llegáramos al Maluco, entonces se librarían de nosotros. El hambre y los peligros serían sus aliados. No les interesará devolver hombres a sus hogares, porque una vez alcanzada la meta, cada hombre será un escollo, un peso inútil en las naves construidas para el clavo y la canela.

(Música. Ridículos pasos de danza. Triste gesto de resignación.)
 
En la mañana del veinte de septiembre de 1519, nos hicimos a la mar. Cinco naves negras entre negros nubarrones que cubrían el cielo y encrespaban las olas. A media mañana ya no se divisaba la costa y era tanta la furia del viento que hubo que amainar las velas. –Nunca regresaremos- murmuró una voz a mi lado –nunca-.
Pasaron los días, dejamos atrás las Canarias y navegamos siguiendo la costa de ese mundo extravagante al que llaman África, cuando nos sorprende una calma chicha y por espacio de casi sesenta días, quedan las naves como incrustadas en un mar que se ha fraguado como argamasa. Entonces los hombres ven en aquel fenómeno una suerte de mal augurio, como si los dioses se opusieran a nuestra temeraria empresa. Día a día crecen a bordo de la flota el miedo y el descontento, alimentando insensatos planes de rebelión.
En la madrugada, cuando el mar, sin motivo aparente se agita un instante y alguna onda aislada alcanza el casco de la Trinidad, mi señor, que teme una conjura, pierde el sueño y vela en la oscuridad con la armadura puesta hasta que llega el alba.

(Juanillo parece haber rejuvenecido a medida que la historia avanza. Ahora es el alegre bufón de la flota.)

En esas condiciones , las gracias de tu Juanillo hicieron mas por la moral de la empresa que la elocuencia y la pasión de don Hernando de Magallanes y sus capitanes. El Conde del Maluco inventa historias, licenciosas las más, como aquella de la Melibea que después de haber probado el miembro de su padrastro entre las piernas y el de su confesor en la boca, se había restregado contra varias de las altas damas de la corte procurando satisfacer sus ardores; y tan fogosa era que acabó enamorándose de un toro, para lo cual y por hacerse montar había hecho construir un armatoste en el que se colocaba a cuatro patas cubierta con la piel de una ternera y el animal privado de otro contacto con las de su especie, le introducía el miembro que era como un hierro candente, apoyándose en aquella descomedida armazón.
¡Vieras, Majestad a vuestros argonautas, tendidos en cubierta bajo el sol, con los miembros tan erectos bajo los calzones que se diría una nueva escuadra de vigorosos mástiles navegando por obra y gracia de tu Juanillo Ponce!

(Transición)

¿Te ríes majestad? Déjame entonces preguntarte una vez mas, ¿por qué tu hijo Felipe, que es alto como una torre se ensaña conmigo que soy casi enano? Porque es cierto que Juanillo habla de más y condimenta su discurso con algunas mentirillas para realzar su sabor, pero ¿Quién lo toma en serio? ¿Acaso Felipe que es rubio y zarco como un angelote y santo como una papisa, presta oídos a los embustes de un trapalón  feo y contrahecho?
Hasta los de la Inquisición, cuando me interrogaron por orden de Felipe, se morían de risa, Alteza. Pero cuando se cansaron de divertirse conmigo, se pusieron muy serios y empezaron con lo del viaje. Entonces supe que no me habían apresado por lo de las bromas. Ellos querían saber por que andaba yo por calles y plazas diciendo que lo de tus cronistas era todo patrañas y por qué me hacía llamar “Conde del Maluco”. Ellos me decían: ¡eres un judío hijo de puta! ¡te enseñaremos a no mentir! Así estuvimos largo tiempo, ellos insultando y amenazándome y yo jurando por las cenizas de mi padre desconocido, hasta que me arrojaron a un calabozo y no me dieron ni agua por tres días. Y así luego de no se cuanto tiempo de hambre, sed y golpes, me dijeron que quedaría en libertad si firmaba una declaración. Yo solo pensaba en salvar el pellejo así que sin leer firmé un papel que me alcanzaron. Entonces uno de los jueces me dijo que ya no a apareciera mas a cobrar la pensión que por mis servicios en la armada me dieran, porque según mi propia declaración, yo nunca había participado en ninguna expedición al Maluco. Y como yo protesté, me leyó lo que había firmado y luego una lista de sobrevivientes en la que no aparecía mi nombre. Que no me quejara, me dijeron, porque podían colgarme. Yo no lo podía creer y le pedí que me mostrara la lista. Pero no pude leerla porque mis ojos me traicionaron. El volvió a hacerlo y yo a sumar con los dedos: faltaba uno…y ese era yo.
Así fue, Alteza, como desapareció de las listas y también de las crónicas, el nombre y toda referencia a Juanillo Ponce, “Conde del Maluco”, por la gracia de don Hernando, mi señor. Así fue como me vi privado de mi pensión y de mi identidad. Juanillo era un fantasma.

(Música. Juanillo baila golpeando un pandero, agita sus cascabeles.)

Pero sigamos con la historia de nuestro alucinado viaje, la única verdadera, por mas papeles firmados que tengan los monjes de la Inquisición.
A veces cuando no podía dormir, mi señor don Hernando, me llamaba a su cámara, como aquella noche en la que lo encontré tendido en su litera con la armadura puesta, como siempre. El hierro con que cubría su pecho se movía a un ritmo acompasado. Subía para captar por un instante el reflejo de la lámpara que colgaba del techo, y volvía a bajar; arriba y abajo una y otra vez, como si tuviera vida propia.
-¿Qué crees que hará Beatriz ahora?- dijo de pronto.
-¿Beatriz, señor?- Repuse yo confuso.
-Mi mujer. ¿Qué crees que hace ahora?-
La pregunta me sorprendió.
-No lo se, señor.-
-¿Sabes que mi mujer espera un nuevo hijo? Quizas ya nació. Háblame de ello-
- Pero, señor…-
-¿Eres poeta, no? Solo cierra los ojos y dime lo que ves.-
- Bueno…-dije yo, y comencé con voz temblorosa -es la hora del alba y hay un balcón abierto a una plaza desierta y dentro de la estancia, apenas iluminada por la incierta luz del amanecer, una mujer se pasea descalza, con las manos sobre el vientre hinchado como una fruta madura.-
- Entonces aun no ha parido- murmura el capitán en su litera y yo lo miro sorprendido. – sigue- ordena.
La mujer, hermosa y frágil camina hasta el balcón y se asoma a contemplar el cielo en el que se extinguen las últimas estrellas. Creo que imagina cinco negras naves cortando el agua del océano. Sus ojos se posan en La Trinidad, nuestra nave. La nave que su esposo comanda. Imagina que a su regreso ira con su hijo de la mano a recibirlo. Se ve ansiosa en los muelles mientras las naves entran a puerto embalsamando el aire con el olor de las especias y mientras la comitiva real se prepara para rendirte honores. “Aquel señor es el rey” dice ella al niño. “¿Dónde está papá?” Pregunta él. “No lo veo ¿Dónde esta?” insiste. Y su madre estira el cuello mirando hacia el puente de La Trinidad que se acerca al muelle.
-¿No está su padre allí?- pregunta don Hernando.
Yo me estremezco asaltado de pronto por un negro presagio y un nudo me atrapa la garganta.
-¿No está su padre allí?- vuelve a preguntar el capitán.
“¡Allí está!” grita de pronto alborozada y su voz se ahoga en sollozos. El niño grita agitando sus bracitos. La multitud estalla en muestras de júbilo y los cañones de la flota hacen pedazos el aire tibio de la mañana.
Mi señor sonríe con los ojos húmedos mientras el sueño comienza a llegar.

(Cambio de luz. Música.)

A la mañana siguiente las velas se hincharon como el vientre de las madres que nos parieron para esta loca empresa, se tensaron las jarcias y las naves , luego de casi sesenta días dejaron de ser islas para abrirse paso entre las olas con rumbo sur, en la dirección que mi amo había señalado. Una madrugada se pierde de vista la estrella Polar y corre por las entrañas de las naves que hemos pasado el Ecuador. Felizmente nada ocurrió. Las aguas no hirvieron cocinando los maderos y desfondando las naos, como se decía, los abismos no se abrieron tragándose a la escuadra y así al cabo de cuatro días, vimos dibujarse a lo lejos el cabo de Buena Esperanza. A los 23 grados de latitud septentrional abandonamos el rumbo sur y pusimos proa al oeste, hacia la tierra del Verzino, aquella que los portugueses llaman Brasil.
Anduvimos días y días hasta que…hasta que…Os juro Alteza que con ser mi madre judía y mi padre desconocido y yo algo enano y bastante contrahecho, y llevar en mis partes las señas del converso y tu cristiano viejo, apuesto hijo y nieto de reyes y sin embargo Dios nuestro señor, me eligió a mi y no a vos para revelar a los hombres el lugar del Paraíso.
Aturdido como estaba por lo que yo creía, mi inesperado tránsito al otro mundo, vi surgir ante mis ojos la mas hermosa bahía que la imaginación pueda concebir. Ante aquel espectáculo maravilloso me quedé sin palabras y comencé a tener locas ideas: que la bahía enmarcada por espesa vegetación parecía el sexo de una mujer, con su entrada estrecha y su interior cálido. Que era como el vientre de mi madre, dulce y acogedor del que yo no quería salir. Aunque debes saber señor que el Almirante Cristóbal Colón, ilustre navegante tenía del paraíso una teoría diferente de la mía: el decía que el mundo tiene la forma de una teta de mujer con el pezón en alto, cerca del cielo y por eso decía, “los navíos van alzándose hacia el cielo suavemente y entonces se goza de mas suave temperancia”, de resultas de lo cual aquel empecinado marino colocaba el Paraíso en ese “dulce pezón”.
Los días que pasamos en el Paraíso, huelga decirlo fueron los únicos dichosos de nuestra infernal travesía alrededor del mundo todo. La Trinidad se había convertido en una especie de Arca de Noé del Nuevo Mundo. Gritaban las gallinas, alborotaban los puercos del país en la cubierta baja, trepaban por las jarcias los monos, alborotaban entre velas y mástiles los tucanes y los papagayos y en medio del hacinamiento y la abundancia vivíamos despreocupada y dulcemente. Durante esos días felices nadie se acordó de los rumores que corrían acerca de la expedición; a nadie le importaba el misterioso destino de la escuadra ni lo que habíamos dejado atrás  ni lo que teníamos por delante. Y no faltó quien un poco en broma y un poco en serio, afirmara que no podía haber otro Maluco que este.
Pero como a los placeres y dulzores de la vida no podemos pedirle firmeza, aquellas jornadas felices en la rada de Santa Lucía no fueron sino rocío de los prados. Pronto todo se terminó y con gran tristeza un día tuvimos que partir.

(Música. Transición.)

Impulsados por fuertes vientos continuamos con nuestro viaje hacia el sur. Un enorme grupo de delfines procura  tomarnos la delantera, colocándose a proa y brincando ante las naves, acompañándolas en su loca carrera, pero llevamos tanta prisa que al cabo de unas horas se quedan rezagados, mirándonos absortos con la simpática cabeza fuera del agua.
Día a día el aspecto de la costa va cambiando; la vegetación se aleja tierra adentro, las playas son mas anchas y desoladas. Al sexto día alguien anuncia que hemos dejado atrás los dominios de Portugal. Seguimos con todas las velas desplegadas nuestra loca carrera. Se suceden las puntas rocosas y los arenales sin fin y las playas desoladas en las que jamás ha puesto los pies un ser humano. Yo pensaba que clase de reino era el tuyo, señor, en el que no había hombres, ni mujeres, ni niños, ni vacas, ni cerdos, ni gallinas; un lugar en le que no se oían voces ni risas, ni llantos; en el que no se olía el sudor, ni la mierda, ni el sexo. ¿Para que quiere don Carlos, ese reino vacío?, me decía. Pocas millas después, las aguas comienzan a tomar un color como de sangre, que Andrés de San Martín, astrólogo, interpreta como de mal augurio.
-Es el río de Solís- dice uno.
El 10 de enero del nuevo año de 1520, continuamos viaje ahora con rumbo norte, remontando ese gran río. De las otras naves por señas nos preguntan adonde nos dirigimos, pero don Hernando no les presta atención y ordena seguir a toda vela. Mi señor esta muy excitado y particularmente activo. Va sin cesar de la proa a la popa observando el curso del río mientras vigila la marcha de las otras naves que nos siguen. Su ansiedad es tan evidente que a todos nos gana el presentimiento de que algo grave está por ocurrir. A ello se agrega el hecho de que en aquel desmesurado río del que jamás vimos la otra orilla, los indígenas habían dado muerte a Solís, y si el piloto mayor había acabado sus días en una olla, como un simple pollo, ¿Qué podíamos esperar nosotros, pobre chusma marinera?
Navegamos lentamente entre inmensos camalotales, sobre los que corren asustados los monos y se arrastran las serpientes. La corriente arrastra grandes árboles y animales muertos, hinchados. Una tarde vemos pasar algunos enseres domésticos: dos o tres ollas de barro, una estera, un rudimentario arado y hasta un ídolo de piedra que nos mira entre los sapos de los camalotes. Por las noches el miedo se acrecienta por los ruidos de la selva y los golpes de los troncos o de vaya uno a saber que, en el casco de las naves. Cada vez es mas difícil navegar en esta agua ocultas, llenas de secretos peligros, pero don Hernando se niega a retroceder. Hasta que finalmente al cuarto día, con el desaliento y la fatiga pintados en su rostro ordena virar y poner la nave a favor de corriente que tan trabajosamente habíamos remontado.
-Avisa a las otras naves que regresamos- dice.
-Es lo mas sensato señor- agrega San Martín.
-lo mas sensato- murmura mi amo sonriendo tristemente.
Ahora, mientras navegamos hacía el sur, don Hernando pasa los días encerrado en su cámara empeñado en descifrar las cartas náuticas que cada día se le vuelven mas incomprensibles. Los radios de las rosas náuticas se cruzan ante sus ojos formando una verdadera telaraña en la que se siente atrapado como una simple mosca. Toda clase de rumores corren respecto del futuro de la expedición. Hasta que una tarde manda a llamar a su cámara al piloto Andrés de San Martín, cosmógrafo de profesión y astrólogo por tradición. Don Hernando lo espera de pie ante una mesa llena de pergaminos e instrumentos de navegación. Movido por mi natural curiosidad me acerco a observar la escena: los ojos del cosmógrafo examinan ansiosos un pergamino.
-Y bien, ¿Qué opinas?- dice mi amo.
 -Vamos al este por el oeste, ¿no es eso?- pregunta tímidamente Andrés, y el destino de la flota no es otro que el punto de donde partimos, solo que lo alcanzaremos alejándonos de él, ¿verdad?-
¿Eso te sorprende? Pregunta mi amo.
-Nadie lo ha logrado- dice San Martín.
-Nosotros lo haremos, probaremos que se puede llegar al Maluco por el oeste y regresaremos con las naves cargadas de pimienta, jengibre, azafrán, clavo y canela-
San Martín con voz temblorosa lanza preguntas:- Pero ¿y esa tierra inmensa que se extiende de norte a sur cerrándonos el paso? ¿Supones que hay un estrecho?-
-¡Hay un estrecho!- ruge mi señor.
-¿Dónde esta ese estrecho? mas al sur ya no hay tierras marcadas en los mapas. ¿navegaremos a ciegas?-
-¡A ciegas no, tengo mis instrumentos!-
-¿Y donde sitúas al Maluco?
-En cualquier parte-
-Que Dios nos ayude- murmura Andrés.
Llegada la plática a ese punto, perdí todo dominio de mis tripas que se retorcían como nudo de víboras por el susto y tuve que correr a las letrinas para no ensuciarme los pantalones. ¡Puff! Te aseguro Alteza que huele mal el miedo. Apesta tanto como la muerte. Claro como vos no masticáis incertidumbre sino faisán, ni bebéis miedo sino vino perfumado con canela, nada sabes de esas fragancias. Incluso me he llegado a preguntar si vosotros los reyes cagáis. Si os ponéis de cuclillas y hacéis fuerza, si os quitáis las sedas y los armiños o hay un sirviente que lo hace y que además tiene el honor de limpiaros el culo. Si en que lugar del palacio…en fin, la verdad es que tengo gran confusión sobre eso, porque con todo lo que tragáis, siempre lo mejor y la mayor parte, no sería lógico que ustedes comieran y nosotros cagáramos. Pero uno nunca sabe, la pobre chusma somos tan diferentes a ustedes como una hormiga a un león.
El caso es que me entretuve demasiado allá abajo, en la letrina y por esa causa me perdí de oír lo que Andrés de San Martín había profetizado.

(Música. La luz cambia.)

La noche había caído. –¿éres tu?- Preguntó don Hernando cuando entré en su cámara. Yo por respuesta hice sonar mis cascabeles. No había lámparas encendidas y pasaron unos minutos antes que se decidiera a romper el silencio.
-Me habló de unos pájaros negros que ocultaban el sol-
-¿Malos augurios?- pregunte
-Fue su mirada-
-¿Te ha dicho algo malo?-
-Ojos de niña asustada-
-Siempre le gustó hablar de mas- dije sin saber porque.
-De niña que no quería crecer-
-San Martín siempre ha sido un gran bocón- agrego estúpidamente.
-Le hice cortar la lengua.-
Yo me quedo mudo. Imagino la boca vacía y sangrante. Una caverna oscura, para siempre muerta. Una casa vacía, una tumba.
-Háblame de ella-
-¿Por qué lo hiciste? Pregunto temblando.
-Seguramente ya ha dado a luz-
-¿Por qué?
-Ahora tendrá que guardarse sus profecías…¿Crees que haya dado a luz?-
No se que hacer. Pienso en el cosmógrafo y me duelen la boca y los dientes.
-¡Pregunto si ha parido!- dice en un tono que da miedo. Entonces comienzo: En Sevilla es la hora en que las palomas aun no han abandonado sus nidos. Frente a la plaza hay un único balcón con  la luz encendida. En la habitación hay ahora una vieja. ¿Recuerdas aquel enorme vientre? Ahora la vieja hinca sus manos en esa cosa. Acerca la oreja. Va y viene. Se agita gesticula, da indicaciones. La mujer se aferra a los barrotes de la cama.¿Los tiene? ¡Oh, que torpe eres! ¡Una cama sin barrotes! Bueno…esta bien…se aferra entonces a los almohadones. Rasga el lino de las puntas con el esfuerzo. Las piernas van mas arriba, mas replegadas. El sexo, si me lo permites, crece parecido a la noche. Los labios del sexo, si me lo permites se abren como una flor. Que flor, no lo sé. Tal vez una verdura, un repollo quizas, un gran repollo rosado de bordes negros y corazón rojo abriéndose al rocío de la mañana. ¡Te digo que ese vientre estalla! Mira como corre la vieja. Da órdenes a la criada. La mujer adherida a ese vientre irrumpe en un alarido. Cálmate, señor, es lo normal. Todo está bien dice la vieja con la cabeza. Se apoya con ambas manos, con alma y vida sobre el vientre. ¡Cuidado que se va a romper! El grito cesa. La mujer aprieta los dientes, se pone roja. El cuerpo se arquea como el arco de una ballesta a punto de dispararse. ¡La vieja esta a horcajadas sobre el gran melón, la mujer aúlla!
-juro que te haré colgar-
Disculpa, señor, pero no soy yo, es la vieja. Esa vieja que grita con su boca desdentada “¡Ahora… ahora!” Entonces desde el sexo abierto que ya se ha tragado la ventana con amanecer y todo, las lámparas, la criada, las paredes…se ve asomar una cabeza de bicho pequeño y sucio, una alimaña casi, mas feo que un mono, pegoteado y sanguinolento: es el futuro virrey del Maluco, estirpe de navegantes. Ahí sale todo. Allí lo tienes, viscoso como una medusa, el futuro señor de dos océanos. Amarrado a la nave madre por un grueso cabo que la vieja, armada de una tijera corta rápidamente. Lo sostiene con una mano y con la otra golpea el culín de la criatura. Nada. Ahora otra vez, mas fuerte. Nada.
-¡Maldito seas! ¿Qué ocurre? ¿No respira el niño? ¡No puedo oír su llanto!-
Me quedo mudo un instante. Un frío helado se ha apoderado de mis huesos.
-¡La vieja ordena abrir la ventana! ¡Toma al futuro virrey por los pies! Lo sacude en el balcón. Otra palmada en el culo y…y un grito agudo como el chillido de una rata, escapa hacia la plaza, va hacia el puerto, cabalga el ancho lomo del Guadalquivir, cruza el océano, se abre paso entre la selva del Nuevo Mundo, planea sobre cinco pequeñas naves negras y entra como entra el sol por una ventana en la cámara del Capitán General.-
El capitán se lleva la copa de vino a los labios, dos gruesos lagrimones asoman a sus ojos. El inclina la cabeza y las lágrimas caen sobre el hierro de la su armadura con un sonido como de cristal roto.

(Música. Cambia la luz.)

Seguimos nuestro endemoniado viaje con rumbo sur. Hacia el vacío, hacia la nada. La temperatura baja un poco cada día. El frío penetra en los cuerpos y cala los huesos. Un viento helado recorre la cubierta, el mar se agita, se encrespa, las aguas golpean las maderas crujientes de nuestras pobres naves. Desde la costa de acantilados, lobos marinos y pingüinos nos miran pasar. Remontamos cada río que encontramos y cada río es una nueva decepción. Ya casi no se escuchan órdenes ni voces, solo rezos, porque el miedo se ha a apoderado de nosotros. Aquellas endemoniadas aguas negras han destrozado nuestras velas y los vientos han quebrado algunos mástiles. Hacia mediados de marzo cuando ya no es posible continuar, cuando todos pensamos que solo nos queda regresar…don Hernando ordena acercar las naves a tierra.
 Ha decidido pasar allí el invierno.
Con un nudo en la garganta y el descontento en los ojos y en los labios, lentamente comenzamos a desmantelar las naves para subirlas a la playa. Ese paisaje gigantesco y desolado mira como arrastramos nuestras pobres pertenencias como una fila de hormigas.  Cuatro naves desmanteladas, porque la Santiago, la mas pequeña ha sido comisionada para seguir viaje y explorar hacia el sur, hasta donde le sea posible. Hemos armado miserables refugios para tratar de resistir al frío en ese mundo vacío y triste. La comida escasea, las enfermedades y el descontento acosan, quizas por ello el capitán quiso celebrar el Domingo de Ramos como Dios manda por lo que ordenó celebrar misa en tierra. El viento apagaba las candelas, se llevaba la voz del cura y rasgaba las hojas del misal. Para conformarnos, mi señor nos permitió comer pasas, miel, nueces y tomarnos un poco del escaso jerez que quedaba, pero todo aquello nos recordaba a nuestra tierra y mas de uno saló con  lágrimas de nostalgia su pobre ración. Entonces como la tensión crece y la nuestra es una fiesta triste y como de mierda, Juanillo, en su afán de ganarse dignamente la pensión que luego tu hijo le quitaría, hace lo que te contaron que hizo, y fue que se armó de una guadaña que por allí estaba y corriendo en círculos con ella en alto, comienza a gritar:
-¡Aquí comienza señores la danza general en la que yo, la Muerte, aviso a todas las criaturas, sobre la brevedad de la vida!-
Aquellas palabra pusieron fin a algunas discusiones que habían comenzado y todos los ojos y oídos se volvieron hacia mi que comencé:
                            A danzar venid los nacidos
                            Que sois en el mundo,
                            No importa el estado…
Ante aquella vieja copla todos reaccionaron con una especie de temor instintivo. Se hizo un inmenso silencio mientras yo me movía en círculos y algunos sonreían con una mueca y otros se ocultaban detrás de su compañero y todos regían mirarme a la cara. Yo gozaba de aquel súbito poder y andaba feliz señalando a cada uno, hasta que me detuve ante Gaspar de Quesada, capitán de la Concepción:
                   Gaspar el Hermoso, audaz y valiente
                   Entra en la danza de buen continente
Digo colocando la guadaña en su cabeza. El me mira con cara de niño asustado. Yo insisto y grito: “Gaspar, Gaspar” y de pronto todos están gritando: “Gaspar, Gaspar”. Entonces veo que alguien se abre paso hacia mi, espada en mano. Es el loco Luís del Molino, fiel servidor de Gaspar, que me dice: “Baila conmigo que soy su escudero. Y tu Juanillo corre perseguido sintiendo sobre su cabeza el vuelo pesado de la espada y las risas y gritos: “¡Llévate a ese, muerte!” “¡Usa tu guadaña, ahora!”. Entonces yo también me río y comienzo a hacer cabriolas y doy vueltas de carnero y todos me festejan a rabiar. Luís del Molino queda en un extremo y yo por salir airoso, tomo nuevamente la guadaña y con ella en alto corro a sentarme en el regazo de Cartagena, el mutilado capitán de la San Antonio:
                   Conde poderoso -digo- no tengas cuidado,
                   Que aunque os falten las piernas
                   No os dejaré aquí sentado.
                   Quítate la capa y ven a danzar,
                   Sobre tus muñones comienza a saltar,
                   Que no es tiempo ya de perdones dar.
El silencio se apodera nuevamente de la asamblea:
         -Bailaré gustoso si también lo hace el capitán general- dice don Juan.
Miro a mi amo que me observa con gesto adusto y como veo que el caldo se esta poniendo demasiado espeso y mi broma en vez de aflojar las tensiones ha enrarecido aun mas el clima, digo:
Pero si es solo un juego, señores, un juego tonto. ¿O donde han visto que la Muerte sea macho, hijo de madre judía, padre desconocido, poco mas que enano y sin prepucio? Todos me miran de un modo extraño.
-¿La muerte es hembra, les digo! Es infiel y traicionera. Con cualquiera se abre de piernas. Que nos promete una vida mejor y nos da polvo y gusanos. La muerte es una gran puta, compañeros, que solo respeta a los poderosos. ¿Qué se los lleva también? Si, pero cuando ya están hartos de la vida. Y por cada poderoso que se lleva, marchan con ella diez mil desgraciados como nosotros. ¡Después dicen que es la gran igualadora! Mentiras. Embustes que inventan los ricos para consuelo de los pobres. Tan concentrado estaba en aquella suerte de protesta contra las injusticias de la muerte que no me di cuenta de que me habían dejado solo. Sentí mucho miedo. Tuve la loca sensación de que me habían abandonado, así que salí corriendo por la playa helada gritando desesperado: “¡Era un juego, compañeros! ¡Nada mas que un juego!”

(Música. Transición. Juanillo en otro lugar.)

¿Has estado alguna vez debajo de una mesa observando los pies de los comensales?  Pues has hecho muy mal. Las piernas y los pies a veces hablan mejor que los rostros. Yo, por ejemplo he visto desde debajo de una mesa el juicio mas horroroso del que tenga memoria.
Es que los meses de frío en estas tierras desoladas han sorbido el seso de algunos miembros de la flota, que decidieron rebelarse. Todo terminó rápido. Los traidores fueron apresados y juzgados sumariamente. Debajo de la mesa los pies de mi amo se cruzan uno sobre otro sin cesar, pero sus piernas están firmes. Debajo de la mesa las manos del cura se cruzan en muda plegaria. Debajo de la mesa están rígidas las piernas de los jueces. Y desde allí veo las temblorosas rodillas de los acusados. Todo terminó rápido, dije: Gaspar, el Hermoso, capitán de la Concepción, fue ejecutado junto a varios hombres mas. La  hermosa cabeza de Gaspar, quedó clavada en una pica en la playa y otros rebeldes fueron abandonados en aquellas soledades.
Los que quedamos fuimos a guarecernos del frío  en nuestros refugios. Los días pasaron. Una mañana cualquiera, después de no se cuanto tiempo, un sol pálido y oblicuo iluminó nuestra increíble miseria: restos de comida, mugre, trapos sucios, excrementos, y hasta el cadáver de un compañero que había muerto en silencio. El invierno se alejaba lentamente. Pronto recibimos la orden de preparar las naves para hacernos nuevamente a la mar…¡hacia el sur! Pero cualquier cosa era preferible a esta inmovilidad. Pronto dejamos estas costas donde los únicos signos de vida humana que habíamos encontrado eran unas enormes huellas de pies descalzos sobre la nieve endurecida alrededor de nuestros refugios y de las naves…pero no…eran demasiado grandes para ser huellas de seres humanos…además descalzos…no, no podían ser pisadas humanas.
Zarpamos hacía el desconocido sur. En el camino encontramos el refugio que los náufragos sobrevivientes de la Santiago habían construido con sus restos para pasar el invierno. Solo quedaba Serrano, su capitán y dos hombres mas. Pronto los subimos a una de las naves y continuamos en medio del mar embravecido. Al tercer día nos guarecimos de una tormenta que parecía querer hundir las cuatro naves, en una bahía. Y fue allí donde Andrés de San Martín, el astrólogo sin lengua, pareció volverse loco: corría de un extremo a otro de la nave, señalando el fondo de la bahía. Tomaba a mi señor de la mano y se metía los dedos en la boca vacía señalando hacia donde parecía abrirse un ancho canal, hasta que mi señor comprendió: -¿Quieres decir que debo entrar por esa boca?- y el hombre al que él había hecho cortar la lengua asintió con una sonrisa triste y vacía.
Tras días de navegar por aguas estrechas y sombríos, nos encontramos con dos canales que partían en direcciones distintas. don Hernando decidió enviar a la San Antonio y a la Concepción a explorar uno, mientras que la Trinidad y la Victoria irían por el otro. Anduvimos por estrechos pasadizos en los que las velas rozaban las copas de los árboles sin encontrar nada, salvo unos extraños fuegos que se encendían por las noches entre los montes de la orilla y nos llenaban de temor. Algunos días después, en el recodo de un canal encontramos a la Concepción y decidimos esperar allí a la San Antonio. Inútiles fueron las salvas de cañones que disparamos como señal, los botes que enviamos a explorar y tratar de encontrar a nuestros compañeros. Inútil el tiempo que aguardamos. Lentamente la esperanza de volver  a ver las blancas velas de la San Antonio se fueron desvaneciendo. ¿Traición o naufragio? Las dos palabras se cruzan en los negros pensamientos de mi señor cuando Juan Serrano dice:- La San Antonio se ha perdido en este laberinto de agua.-
Las tres naves que quedan avanzan empecinadamente por el canal hasta que una mañana…el griterío estalla en las cubiertas, los hombres se abrazan y lloran como niños. Todo el miedo y la ansiedad acumulados estalla en un clamor desbordado…habíamos llegado al mar del sur.
Yo Juanillo Ponce de León, no participé de la fiesta. No había nada que celebrar porqué habíamos pasado el límite mas allá del cual no habría retorno. Don Hernando, parado en el puente de la Trinidad, cubierto de hierro y sucio de nieve, ordenó poner proa al norte…-para huir del frío- dijo.

(Música. Juanillo se ha despojado de los elementos que le sirvieran para relatar la aventura anterior. Cambio de lugar y de luz.)

 Y aquí estamos, don Carlos, bajo este sol de fuego que marchita las                                          velas, raja los palos y revienta las jarcias. En esta inmensidad azul que nos rodea, no hay nada. Ni moscas, ni abejas ni viento, solo sol y agua. Entonces, como no hay nada que hacer, hablamos. Hablamos mucho en el mar del Sur. Hablamos como para llenar nuestras tripas vacías con palabras. Como el hambre nos acosa y ya no tenemos de que hablar, la gente se presta o se roba historias. Así por ejemplo, Policarpo, le cede a Severino una tía solterona que le daba dulces cuando era niño y Severino habla de esa tía como si fuera suya. Hablamos del precio de las ratas, que a esa altura son nuestro único sustento. Comentábamos que un macho adulto vale hasta tres quintales de pimienta, naturalmente a deducir de lo que le toque al comprador cuando lleguemos al Maluco. O que una hembra preñada vale su peso en oro. Es que se habían vuelto muy escasas, Alteza. Y como eran pocas y muy valiosas se había formado una aristocracia de cazadores, que también monopolizaba su comercio. Pero había cosas de las que no hablábamos. Por ejemplo no hablábamos de los enfermos, que cada día éramos mas. Ni de Gonzalvo de Vigo al que alguien sorprendió dando cuenta del cadáver de Gaspar Díaz. No, no hablábamos de esas cosas. El hambre era un problema personal, íntimo. Entonces bebíamos en silencio el agua pestilente que nos tocaba y masticábamos los cueros que remojábamos en el mar, los roíamos hasta que los dientes se desprendían uno a uno de las encías, pero no nos quejábamos, simulábamos que aquello era algo lógico y natural.
¿Qué? ¿Te parece desagradable lo que cuento? ¿No quieres que me detenga en esos detalles? Pues lo siento, Alteza. Si quieres un relato agradable, solo tienes que leer a los cronistas reales, ellos ocultan prolijamente las desdichas para no molestar la fina sensibilidad de su Majestad. Ellos, mentirosos y cobardes que inventan fábulas solo para agradarte. Yo no me parezco a ellos. No quiero parecerme. Mírame señor, no tomes siempre a la mueca por risa ni al pandero y las cabriolas por alegría. No te confundas.
¿Qué? ¿Quieres que tus naves sigan? ¿O quieres mas pormenores sobre el hambre? Esta bien, porque estas viejo y enfermo y ya no vale la pena hostigarte, puedo decirte que…ahora avanzamos a setenta leguas cada día, ahora que ha vuelto el viento y el Maluco está a un paso. Lo ha dicho el Capitán General. Pero nada, tres días apostados a la borda y nada…hasta que una tarde, mientras nos espiábamos unos a otros para ver quien seguía con vida, algo golpeó la proa. Alguien se asoma y de su boca que es como una granada partida y sanguinolenta por el escorbuto, escapa un sonido que es como de risa, así que vamos todos, apoyándonos unos a otros, para quedar extasiados contemplando aquella rama, aun con hojas verdes y algunos frutos.
El resplandor lívido del alba nos sorprende soñando. En esa luz vacilante del amanecer vemos por primera vez en cuatro meses, el negro contorno de unas islas.

(Música. Juanillo enfermo baila grotescamente.)

De cada nave parte una chalupa con hombres fuertemente armados, y rema que te rema, pasan el arrecife y se acercan a la playa. Han ido por alimentos, dicen. Que hay una aldea, dicen. Que los que estamos mas enfermos debemos esperar, dicen y el hambre es como un hierro candente clavado en el estomago. Pasa el tiempo y vemos un humo negro que sube desde la playa lejana y se pierde entre los árboles. De repente, el ruido de los remos rompiendo con violencia el cristal de las aguas, algunos últimos estampidos de arcabuz y vemos las chalupas que regresan. Juan Serrano va de pie en la proa de una de ellas, tintas en sangre las manos. Y las manos de los remeros pegoteando con sangre los remos. Un rato mas tarde alguien nos acerca un cubo con agua fresca y con olor a tierra.
 –¿Que ha pasado en la isla?- Pregunto.
-Nada. No ha pasado nada.- Me contestan.
Y así isla tras isla de aquel archipiélago. De cada nave bajan las chalupas con espejitos, cascabeles y otras baratijas. De algunas vuelven con pescado, con naranjas, de otras con aceite, con bananas, con gallinas. Y también traen a veces un puñado de clavo o una pizca de canela, señal de que estamos muy cerca del Maluco.
Y así isla tras isla de aquel archipiélago. De algunas vuelven con comida, pero siempre traen los brazos manchados en sangre hasta los codos. En ninguna pasa nada, dicen. Pero en una de ellas deserta Gonzalvo,  el de Vigo. Que se ha vuelto loco después de haberse comido el cadáver de Gaspar Díaz, dicen. Pero todos en el fondo sabemos que no está loco. Es que el aire es tan suave, tan blanca la playa, tan jugosas las frutas, tan fresca el agua que brota de entre las piedras que no tuvo mas remedio que quedarse, señor, desnudo en el pozo y riendo como ríen los niños, a las carcajadas. Quizas por eso dijeron que se había vuelto loco.

(Música breve.)

El episodio siguiente sucede en un lugar al que los naturales llamaban Zubu. Al cabo de mas de veinte meses desde que iniciamos la travesía desde Sevilla y al cabo de las muchas penurias que te conté y de algunas que callé, por primera vez entramos en contacto con un mundo parecido al nuestro. Al menos eso creímos durante las tres primeras semanas, porque después…Pero al después lo cuento luego.
Zubu tenía un rey, un rey muy amable que deseaba que fuéramos sus huéspedes, al menos eso nos dijo Enrique, el esclavo de mi señor, una especie de moro, nacido en Sumatra, que oficiaba de intérprete. El rey deseaba también abrazar la fe cristiana y estaba ansioso por reconocerte como soberano. Don Hernando estaba muy contento. A la mañana siguiente, muy temprano, el Capitán envió al capellán Valderrama con varios marineros a que prepararan todo lo necesario para oficiar una misa. El rey recibió sin inmutarse los presentes que mi señor le ofrecía: una túnica de seda amarilla y violeta, un gorro rojo, varios collares de cuentas de cristal y dos tazas de vidrio. Tampoco demostró nada cuando don Hernando ordenó a tres hombres que le dieran sablazos y puñaladas para demostrarle que era invulnerable en su armadura. Desembarcamos todos a reponer fuerzas. Las mujeres eran muy bonitas y casi tan blancas como las europeas, pero no tan remilgadas. Todos probaron mas de una. Ellas los preferían ante que a sus maridos que eran de miembro pequeño. Tus marineros al principio ni se acordaban de lo que se sentía, pero pronto le tomaron de nuevo el gusto. No pensaban mas que en eso. Quizas por ello, nunca se dieron cuenta de la traición que se tramaba en contra nuestra.
El rey de Zubu le dijo a Enrique, aquel moro de mirada siniestra que estaba muy contento y ansioso por convertirse al cristianismo. Don Hernando mandó pregonar que todos los que quisieran adoptar nuestra fe, debían destruir sus ídolos y adorar solo la cruz. A la mañana siguiente había una montaña de ídolos rotos. Ese día, el cura Valderrama bautizó mas de ochocientas personas.

(Transición)

¿Sabes alteza que aun lloro cuando recuerdo la escena que sigue? Me parece que aún sostengo la cabeza de don Hernando de Magallanes y el me mira como desde el fondo de un pozo. El esta ahí tirado y sus ojos me dicen que no puede creerlo. ¿Cómo ocurrió? Sabía que me harías esa pregunta tonta. Todos me la hacían. Los niños en las plazas, los borrachos en las tabernas, todos.
El rey de Zubu le pidió a mi señor que fuéramos a una isla vecina a escarmentar a unos naturales que no se sometían a su autoridad. Salimos a la medianoche luego de comer y beber en abundancia, entre risas y bailes de las mujeres. A la mañana siguiente cuando llegamos, mi señor le manifestó a Enrique, el taimado, que combatiría sin la armadura para probarle al rey, su valor. El aire era diáfano, la luz pura, la playa inmaculada…nada podía pasar.
Pero sobrevino el caos. Miles de flechas que volaban, alaridos de dolor, gritos de furia. El estampido de los mosquetes, el chasquido de las ballestas, el vuelo silencioso de las lanzas, el olor picante de la pólvora, el olor dulzón de la sangre. ¿Qué mas quieres que te diga, alteza? Eso ocurrió temprano en la mañana. El primero en caer fue Andrés de San Martín, el mudo. Una lanza en vuelo silencioso le atravesó el pecho y la punta se clavó en la arena. Así que el quedó de pie, ligeramente inclinado hacia atrás, con los ojos muy abiertos, sostenido por el asta de la lanza. Eso sucedió a media mañana. Justo cuando Juan Serrano gritaba que debíamos replegarnos, una flecha atraviesa el muslo del Capitán General que solo atina a mirarse la pierna. Es herido en un brazo. No nos dan tregua. En nuestro grupo, solo quedamos cuatro, el capitán es herido en un brazo. Serrano arroja las armas y lo toma por los sobacos para arrastrarlo hasta las naves. Nadie ve el buitre tallado en la lanza que  busca el pecho de mi señor. Don Hernando  me mira con una sorpresa infinita. Yo sostenía la cabeza del capitán en mi regazo. Serrano lloraba en silencio ¿Qué mas quieres saber, don Carlos?       

(Música triste. Grotesco y lento baile de Juanillo.)

Sabed majestad que después de Zubu anduvimos varios días errantes, al arbitrio de los vientos y de las corrientes. Nos encontrábamos perdidos en un laberinto de islas todas iguales y que se nos antojaban todas igualmente peligrosas. Con la muerte de los principales oficiales, Sebastián, el traidor, se hizo cargo de la flota. Iba tan menguada la tripulación que no había hombres suficientes para navegar las tres naves. Sobraba una, por lo que Sebastián tomó la decisión de conservar la Victoria y la Trinidad que eran las que en mejores condiciones estaban y mandó quemar la Concepción. Anduvimos errantes durante varias semanas con la sensación de que el viaje había tocado a su fin. Quizas por eso no nos extrañó que una mañana llegáramos a unas tierras habitadas por moros también, pero moros como los de las islas, se entiende, que hablaban la lengua de Castilla, y gobernados por un niño blanco. Este dijo en perfecto castellano, que esperaba a don Hernando para entregarle una carta que le dejara su padre, ya muerto hacía un tiempo. Mientras Sebastián parlamentaba con el niño y sus moros yo me alejé unos pasos y me puse a examinar un árbol que se destacaba del resto. Su tronco era grueso y la copa formaba una pirámide. Lo que me llamó la atención es que las ramas mas jóvenes terminaban en una suerte de clavos rojizos  algunos y negros los mas. Tomé uno de esos clavos y me lo llevé a la boca: su sabor era tan fuerte  y oloroso que se me adormecía la lengua. Levanté la cabeza y vi que la isla estaba cubierta de esos árboles.
-¡Pregúntale como se llaman estas tierras!- Le grite a Sebastián.
-Maluco- Contesto el niño. –Mi padre la llamaba, Maluco.-  

(Lentamente Juanillo vuelve a ser el viejo del principio.)

Estoy cansado, majestad, infinitamente cansado. Déjame abreviar mi relato. Déjame decirte solo que cuando salimos del Maluco íbamos tan cargados que pronto se abrió una importante vía de agua en el casco podrido de la Trinidad. Tuvimos que abandonarla con toda la carga en no se que mar. Déjame decirte que en la Victoria llevábamos muy pocos víveres para dar lugar a las especies, que el hambre y las fiebres de los trópicos nos mataron a mas de veinte hombres. Y déjame decirte que el olor del clavo, la canela y el azafrán, nos daban nauseas y nos provocaban arcadas todo el tiempo.
Una tarde luego de meses de incontables y repetidas penurias vimos el peñón de Gibraltar dibujándose a lo lejos, como una madre que espera a sus hijos en la puerta de su casa y llorando como niños cruzamos lentamente frente a él, rumbo a la costa española.
Sanlúcar de Barrameda estaba a la vista pero no avanzábamos. Nadie dijo nada y sin ponernos de acuerdo nos dimos a la tarea de aligerar la nave. La Victoria estaba tan maltrecha que era un milagro que se mantuviera a flote. Iba tan escorada y con las velas en jirones que se había vuelto ingobernable. Arrojamos al mar el ancla, toneles vacíos, el astrolabio, los relojes, los compases, talamos el trinquete y la mesana…pero la pobre nave no avanzaba una pulgada. Nuestra única esperanza era que alguien en el pueblo notara nuestra presencia y mandaran botes a auxiliarnos. Pero eso no pasó. Hacia la medianoche se levantó una brisa bastante fuerte del lado del mar, entonces el viento esparce el olor del clavo y la canela por las calles y plazas de Sanlucar. La fragancia penetra por las ventanas y las luces que se habían apagado ya, vuelven a encenderse. Las campanas repican, la gente se lanza a las calles y una multitud se agolpa en el muelle a la luz de las antorchas. Pero la Victoria indiferente y ladeada ya del todo, se hunde lentamente. Entonces tomamos la decisión: Teníamos que arrojar al mar el cargamento de especias si queríamos salvarnos. ¡Ya se! ¡ya se que te parece absurdo! Ya se que en ese cargamento habíamos puesto las esperanzas de sentir que no todo había sido en vano. Pero la Victoria se hunde sin esperar la mañana. ¡Lo mismo el cargamento se iba al fondo del mar! Por lo menos salvaríamos la vida. ¡Ya se! ¡Ya se que no es mucho pero es mejor que nada!
Así es que nos damos a la triste tarea de vaciar la bodega y arrojar los sacos al agua. Nadie habla. Algunos lloran en silencio…otros se ríen, pero con una risa triste y loca, casi sin sonido. Solo el gesto, Majestad. Cuando terminamos, el viento ya no huele a especias, entonces el gentío se ha dispersado del puerto y las luces de la villa se apagan. Todo se acaba como si hubiera sido un sueño.
Ahora la Victoria, aliviada de su carga y ayudada por el viento, semihundida, entra al puerto de Sanlúcar de Barrameda. Un rato después el grupo de harapientos sobrevivientes que apenas pueden sostenerse en pie, apoyándose unos a otros recorren las calles de la villa. Como si hubiera entrado un grupo de leprosos, las ventanas se cierran y una multitud de ojos nos espía por los visillos. ¿Que mas quieres saber, majestad?
(El viejo Juanillo guarda lentamente los elementos que ha usado durante su relato.)

Y bien, don Carlos, pondera ahora todo lo que te he contado, que no ha sido mas que la verdad y dime si hay en el mundo un truhán, un chocarrero, un morrión o como dicen los franceses, un bufón que haya prestado mas grandes servicios a tu reino que Juanillo Ponce, Conde del Maluco. ¿Y que he recibido yo en recompensa? Para colmo tu hijo Felipe me ha quitado la pensión que tu me otorgaste.
Pues bien, te diré lo que haremos don Carlos, tu llamarás a tus secretarios y los mandarás a averiguar si es verdad toda esta crónica mía. Y si te dicen que no miento, vas a escribirle a Felipe diciéndole que me restituya la pensión. Entonces cuando yo la reciba, iré a verte en ese castillo donde te tienen recluido y saldremos juntos a recorrer mundo. A cualquier parte, con un morral al hombro y a donde nos lleven nuestros cansados pies. Una aldea aquí, un taberna allá, un mesón con guisados y buen vino, mas lejos. Veras como lo pasaremos a lo grande. Solo que tienes que darte prisa, mira que ya nos queda poco tiempo y pronto ni el bastón podrá sostenernos por esos caminos de Dios. No faltarán claro, los que se rían de nosotros y griten: -¡Ahí van esos dos. Uno se cree emperador y el otro conde! ¡Miren la facha de sus majestades!-
¡Pero a nosotros no nos importará porque vamos a descubrir mundo juntos, …juntos…solo tu y yo…su Majestad Imperial y el Conde del Maluco! ¡Y nadie podrá detenernos…nadie!
(La luz se va lentamente sobre Juanillo parado en el baúl.)
                                                                                         Rafael Nofal

Tucumán 2008

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