ALGO
DE HISTORIA
Los
setenta
Comenzaban los setenta en Tucumán y en medio de la
efervescencia social y política de la época, nuestra mayor ambición como
jóvenes trabajadores del teatro (nos denominábamos así, la palabra “teatrista”
sería inventada por Osvaldo Dragún, tiempo después) era “vivir del teatro”, ese
era nuestro concepto del oficio que abrazábamos, profesión decían algunos, que
se transformara en nuestro medio de vida. Habíamos invertido años de esfuerzo y
lucha contra los prejuicios que aun campeaban por estos lares con respecto a
las actividades artísticas en general y al teatro en particular, estudiando los
secretos del escenario y salíamos al mundo (nuestro pequeño mundo: Tucumán y
las provincias vecinas) a encararlo con la decisión que solo los veinte años
pueden dar. Habíamos formado un gremio local, habíamos hecho censos de las
salas de barrio y de las ciudades y pueblos del interior, pensábamos en
circuitos de gira, en textos atractivos
para el público, en elencos reducidos, en escenografías portables, en grupos
estables que se fueran capitalizando con la compra de luces, cámaras negras,
herramientas. Comenzamos incluso a hablar de la necesidad de una Ley Nacional
del Teatro.
¿Quiénes eran los profesionales de la época? Los que
habían accedido a contratos del estado en el Teatro Estable de la Provincia o
en el Teatro Universitario, elenco de la Universidad Nacional de Tucumán (donde
cobraban poco y mal según sus propios testimonios) y los actores del
radioteatro, aquellos herederos de los comediantes de la legua que trajinaban
los micrófonos y los caminos por un módico “bolo” por función. Entre nosotros,
era casi una división de clases pero en el ámbito teatral. Los que hacían el
teatro de la pequeña burguesía intelectual y los que trabajaban para los
sectores populares, obreros de los ingenios azucareros y campesinos.
Esta década está claramente dividida en dos, ya que en el
setenta y cinco vino la tenebrosa noche de la dictadura, que en Tucumán había empezado un año antes por la instauración
del “Operativo Independencia”, comandado primero por el general Acdel Vilas y
luego por el tristemente célebre, general Antonio Bussi. Tiempo de oscurantismo
y terror; el radioteatro desapareció, perseguido por la censura en las radios y
por la imposibilidad de realizar giras, ya que el ejército había tomado rutas y
caminos del interior tucumano por lo que la circulación era difícil y
controlada estrictamente. También el Teatro Universitario desapareció en manos
de la más rancia derecha que se instaló en los lugares de poder de la Universidad
Nacional de Tucumán. Solo sobrevivió a duras penas el Teatro Estable de la
provincia, con muy escasa producción.
Amanecer
en el Norte
La vuelta a la democracia en el 83 nos encontró
golpeados, confusos, ateridos de tanto silencio y muerte, pero el fervor
reapareció, los grupos de teatro independiente se multiplicaron, en el 84 se
creó por impulso de Julio Ardiles Gray la Escuela de Teatro de la UNT, que
luego se transformaría en Departamento de Teatro de la Facultad de Artes de la Universidad
Nacional de Tucumán. La formación del trabajador del teatro se
institucionalizaba en el ámbito académico. La militancia por una ley que
protegiera e impulsara nuestra actividad volvió a cobrar fuerzas. Todo parecía
ser igual que antes del golpe, pero no, era parecido, pero diferente. En
algunos aspectos la diferencias eran evidentes
y en otros, las cosas eran sutilmente distintas. Es que nosotros, los de entonces, tampoco éramos
los mismos. El teatro militante de la primera mitad de los setenta, cabalgando
en la creación colectiva, en el concepto de “trabajador del teatro” (todos
hacemos todo: armar, desarmar, poner luces, actuar, dirigir, etc.) había
trocado en un nuevo tipo de militancia. Aparecieron las etiquetas, los
supuestos “héroes”, “los que resistieron”, “los que no se fueron”, “los
perseguidos”, “los exiliados”, “los que sufrieron” que se diferenciaban y
deslizaban sutiles (o no tanto)
acusaciones a “los que transaron”, “los que colaboraron”, “los que no la pasaron tan mal”, “los
Mefistos” etc. Enfrentamiento inútil por lo estéril y reduccionista, hay que
decirlo. Es que nunca hubo “héroes del teatro tucumano”; sí, dos o tres casos de militantes cercanos a la lucha armada que no
mezclaban esa militancia con la actividad teatral; tampoco hubo “oscuros
personeros de la dictadura” en el teatro comarcano, como máximo encontramos a
quienes siguieron trabajando como empleados del teatro estatal, conservando su
única fuente de ingresos y a los que se sumaron los que venían del desaparecido
radioteatro, buscando un sueldo que les permitiera sobrevivir. Sufrir, en el
sentido que el diccionario de la Real Academia da al verbo (“sentir daño físico
o moral”) sufrimos todos, los que se fueron, los que se quedaron, los que
siguieron trabajando para el estado, los que no, etc. para todos fue un
desgarramiento. Luego de los años de dictadura, ya nada volvió a ser igual para
nadie. Alfonsín, los años de la democracia recuperada y un rápido cambio
socio-cultural que empezaba a gestarse.
La
hojarasca de los noventa
Luego de una etapa
de importante concurrencia del público a las salas teatrales fogoneado por el
entusiasmo que provocó la vuelta de la democracia, durante el alfonsinismo; con
la década menemista llegaron los multimedios, internet y la televisión por
cable. Rápidamente descubrimos que una
parte del público prefería quedarse sentado en el living de su casa consumiendo la nueva oferta. Podíamos ver
la guerra del Golfo y luego la de Iraq en vivo y en directo, o husmear sobre el
cadáver de la princesa Diana de Gales diez minutos después de su muerte. Para
qué salir? Para qué ir al teatro o al cine?
Todo se había
“globalizado” es decir deslocalizado, desregionalizado, desnacionalizado. Lo
que antes señalábamos como colonialismo cultural, empezó a denominarse cultura
global. En cuanto al teatro, además de la merma en el público que concurría a
las salas, muchas cosas mas habían cambiado: no solo los discursos, también las
formas de andar el escenario se modificaron, los planteos estéticos, la mirada
sobre el receptor, etc. Las modas planeaban sobre textos dramáticos y la forma de trabajar sobre ellos. Lo global
en realidad es hegemónico y no solo en el teatro sino en toda actividad
cultural, recordemos a Naom Chomsky.
Los cines sufrieron el impacto. Muchas salas tradicionales cerraron. La
industria cinematográfica se reinventó en salas mas pequeñas en los por
entonces, novedosos “shoppings”. ¿Y el teatro? Si bien no hay estadísticas sino
la percepción de los propios “teatristas” (empecemos a usar la palabrita), el
público además de reducirse en número, cambió. Ya no era, el teatro solo el
lugar donde las señoras de clase media iban a mostrar su indumentaria, ya no
era solo el espacio de lustre y contacto social. Por supuesto, al desaparecer
el radioteatro, desapareció la oferta para las clases populares. En las
ciudades apareció un público joven, las pequeñas salas independientes se
multiplicaron, no solo en el centro de la ciudad sino en los barrios y las
ciudades mas pequeñas de interior.. En
esto la llegada de la tan ansiada Ley Nacional del Teatro y la consecuente creación del Instituto Nacional del Teatro tuvo mucho
que ver. Cuando hablamos de pequeñas salas, es importante señalar que hablamos
de capacidad menor a las cien butacas,
algo impensado años atrás ya que nadie que pretenda vivir del teatro, puede
hacerlo con ese número de localidades a
ocupar. Otro fenómeno observable es que cada sala alberga a un tipo distinto de
espectador: El público que asiste al Caviglia
no es el mismo que va al Alberdi y el
que va a El Árbol de Galeano no es el mismo que asiste a La Gloriosa o La Sodería. Solo por señalar algunos casos. Siempre, las pequeñas
salas independientes son las preferidas del público juvenil, en ellas las
entradas son mas baratas y las
propuestas estéticas están habitualmente
orientadas hacia las nuevas tendencias escénicas. Con el nuevo siglo la oferta
se multiplica pero en formato nuevo: hasta los noventa, una obra bien podía
permanecer varios meses en cartel con funciones que iban de jueves a domingos.
Drásticamente eso cambia: las salas no alcanzan para contener los múltiples y
entusiastas equipos de teatristas, y de
cuatro y hasta cinco funciones semanales de una obra se pasa a tres o cuatro
obras de una función a la semana. La ecuación se invierte drásticamente. Varios
elencos comparten el pequeño espacio en el que dan a conocer su propuesta
teatral a un público generalmente joven y aficionado al teatro, debo aclarar
que cuando hablo de “aficionado”, me refiero a aquel espectador habitual, que
dada su concurrencia frecuente a las salas, está en condiciones de decodificar
los sistemas de signos que contienen el discurso. Ya no se habla más de grupos
independientes estables cohesionados por objetivos e ideología común, sino de elencos que se agrupan para sostener
algún proyecto en particular y acotado en el tiempo. Los actores trabajan en
dos o tres proyectos a la vez y su compromiso con cada uno se sostiene lo que
dura el ciclo de funciones. Los circuitos de gira prácticamente no existen y la
única posibilidad de girar con un producto teatral está dada a partir de los “subsidios
de gira” del INT.
¿Y la vieja
ambición de vivir del teatro? Ya parece no ser prioridad, este tema. Pensemos
que nadie puede pretender vivir de la actividad si hace una o como máximo dos
funciones en una sala de menos de cien butacas. Es cierto que la aparición de
los subsidios a los distintos rubros que componen el quehacer teatral, por
parte del Instituto Nacional de Teatro cubrieron buena parte de los costos
iniciales de producción, que justo es recordarlo, suelen aparecer luego de haber estrenado, por lo que
siempre hay que tener dinero para comenzar con un trabajo. Por supuesto aun
quedan los que obstinadamente salen cada mañana con su carpeta bajo el brazo a
vender funciones en los colegios de obras para niños o espectáculos para
adolescentes sobre textos que figuran en los programas escolares, especialmente
elaboradas para este fin, pero hoy son excepciones, son aquellos que han
decidido no vivir de otra cosa para hacer teatro, los que mas allá de las
dificultades o de hacer muchas veces, textos que no los satisfacen, priorizan
su sentido de la profesionalidad. Recordemos que al menemismo se le arrancó en
1997 la Ley N° 24.800 que creaba el INT
para promover y fomentar la actividad teatral en todo el país y diez años mas
tarde, en 2007 apareció la Ley provincial N° 7854, que obligaba a las
autoridades tucumanas a realizar en el territorio de su jurisdicción la misma
tarea que el INT, estas leyes darían a la actividad teatral un impulso
fundamental, pero también ayudaría a cambiar la mirada sobre el “ser
profesional del teatro”.
Esa
otra mirada
¿Para qué hacemos teatro entonces? ¿Para qué destinamos
largas horas de nuestra vida a una muchas veces, rigurosa formación? ¿Para que
las infatigables horas de ensayo? Si cuando orgullosamente decimos por ahí:
“soy actor” , el receptor de tal aseveración preguntará inmediatamente: -Si,
pero ¿de qué trabajás?- Que en realidad quiere decir -¿de qué vivís?- Y en esa
pregunta se encuentra encerrada la contradicción en que permanece el trabajador
del teatro del interior, y el ochenta por ciento de los teatristas
porteños. Maestras, empleados públicos, vendedores callejeros,
animadores de fiestas y sobre todo docentes de teatro, alimentan esta fauna que
necesita desesperadamente subir al escenario, dirigir o escribir obras que muy
pocos irán a ver. Porque la ambición hace rato ya, dejó de ser “vivir del teatro” pero el fervor
sigue siendo el mismo. ¿Por qué? ¿Para qué? –Porque necesitamos expresarnos-
contestaría alguien rápidamente. Y aquí comenzamos a meternos en vericuetos
psicológicos y sociológicos. Porque era una explicación fácil y clara cuando
alguien decía: - porque es la profesión que amo, me he formado para ejercerla y
pretendo vivir dignamente de ella-.
Listo, nada más que hablar. Para expresarnos … ¿expresar qué? ¿Que tiene
ese vendedor de seguros de día, actor de noche, para decir? Y por favor, no es
despectivo sino que solo quiero señalar el sacrificio y la entrega de ese
hombre que prodiga su cansancio a lo que realmente ama, a la actividad que le
da sentido a su vida. Tiene ciertamente para expresar lo que en definitiva
todos tenemos: Su particular visión del hombre, su forma de estar en el mundo,
que particularidades del ser humano y su relación con las cosas y los otros
hombres lo conmueven. Quizás habrá aguzado su mirada crítica y direccionará su
discurso desde un particular posicionamiento ideológico. Quizás la angustia por
su finitud lo consume y sobre eso querrá hablar, tal vez solo quiere poetizar la realidad para
entregar a sus congéneres un “plus” de belleza que él siente tan necesaria como
el pan. Pero todo desde el escenario (aun cuando este como lugar físico
concreto no exista), todo con un espectador ocupando su mismo espacio en el
fragmento irrepetible de tiempo en que el hecho teatral sucede. Y volvemos al concepto de epifanía (sobre el que ya hablé en otros
trabajos), al instante del mágico encuentro entre actor y espectador, porque es
posible que sea esto lo que mantiene vivo al teatro a pesar de la invasión de
la tecnología, de los achicamientos, “nuevos paradigmas”, recortes, supuestos
aggiornamientos, novedosas multimedias, y tanta
hojarasca. La necesidad inmanente, propia del hombre como único animal con la angustiosa y definitiva
certeza de su muerte que nos empuja a
juntarnos, a reeditar el ritual de la fogata como en la prehistoria. Y
¿para qué nos juntamos? ¿para qué se juntaban nuestros antepasados? Sin duda
para espantar los miedos. Miedos
inscriptos en lo mas profundo del hombre, miedos primigenios. Reunidos
alrededor de la fogata espantábamos la oscuridad, los animales que podían
atacarnos, los enemigos, lo que se esconde en la “negritud”, en lo “no
luminoso”. Y que es todo esto sino única y definitivamente, miedo a la muerte.
Quizás por eso nos juntamos a contarnos historias, a transmitirnos alguna
certeza, a decirnos “yo tengo tus mismas angustias”, “nuestros temores son los
mismos”. Tenemos una percepción fragmentada, caótica de la realidad y
obviamente la de cada individuo será distinta, pero lo que provoca en cada uno
es en definitiva, lo mismo: angustia, sensación de desamparo, un “horror vacui”
metafísico que nos hermana. Nos juntamos entonces a transferirnos algo que nos ancle, que nos
haga quedar, que no nos empuje hacia lo desconocido, hacia el vacio. Para estos
fines, en el teatro como alrededor de la fogata, ya no importará demasiado que
haya poca o mucha gente ni la cantidad de butacas ocupadas, solo será
importante lograr la comunión, la común-unión para juntos actor y espectador,
mantener vivo el fuego original. Y conste que cuando digo “actor” en realidad
me refiero a cualquiera de los que trabajan “de este lado del escenario”, sin
importar la función. Entonces ya no seremos “profesionales” en el sentido de
“vivir del teatro” sino en el sentido de “profesar” el teatro, con la cuota de
irracionalidad que esa palabra implica. ¿Hablamos de la recuperación del sentido
ritual del teatro? Si, sin dudas que sí.
Algunos habían pronosticado la muerte del teatro con la
llegada de tanta parafernalia tecnológica –tantas veces me mataron/ tantas
veces me morí/ y sin embargo estoy aquí/ resucitando, dice María Elena Walsh- A
estos vaticinios hay que oponerle el
elemento que hace al teatro inmortal: Su estricta medida humana, la inevitable
necesidad de estar juntos para que el hecho teatral suceda, la construcción
conjunta del suceso poético. Los cuerpos ocupan el mismo fragmento de
espacio-tiempo, pero comparten también la elaboración siempre en tiempo
presente, del encuentro para elaborar metáforas, para construir signos litúrgicos,
para sostener complicidades que serán materia
erótica, es decir correspondiente a la vida, elaborada en conjunto y que si bien solo
pertenecen a ese momento, pervivirán en la memoria de los participantes del
ritual, quizás no como concepto pero si como imagen poética intransferible.
¿Y
el placer?
Afirma Oscar Wilde en el prefacio de “El Retrato de
Dorian Gray” (1890): “Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas
las artes es el del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, la profesión
de actor” para cerrar dicho prefacio afirmando: “Todo arte es completamente
inútil”. Estas dos aseveraciones me orientan hacia las últimas consideraciones
de este trabajo.
Tomando la primera afirmación volvamos por un momento a
la cueva del hombre primitivo, a la escena que muchas veces imaginamos: Un
grupo de individuos representa, es decir “vuelve a presentar” la escena de una
caza exitosa para conjurar el éxito de la nueva expedición que está por partir,
imaginemos el grado de excitación, de emoción (sentimiento, diría Wilde) que
campea sobre todos los que allí están, oficiantes y participantes, y cuando
digo participante me estoy refiriendo a un “espectador activo”, aquel que en
comunión con el o los oficiantes construye el rito, y aquí ya debiéramos
empezar a hablar de mímesis, catarsis y otras cuestiones cercanas a la antigua
tragedia. Si ahondamos en la fiesta de la pachamama en los valles calchaquíes,
separando la costra de corrupción con que los tiempos modernos la han cubierto,
encontraremos parecida comunión entre oficiantes y participantes. Es allí en
esa comunión, donde aparece el placer, juntos han podido construir un instante
en el que el caos se supera, en el que los temores al hecho por venir se
cambian por el goce que el recuerdo del momento placentero y la imaginada cacería
exitosa futura producen. En la ceremonia de la pachamama equivaldría a la
cosecha, las pariciones y los bienes que la tierra nos proveerá. De allí a
afirmar que juntos producen belleza, hay un paso, pero belleza en el sentido
más primario del término, en el sentido de aquello que nos conecta con el
pasado y nos da una mirada esperanzada sobre el futuro, aquello que contrapone
la armonía al caos, y transforma el espanto individual en goce comunitario. En
definitiva lo que nos empuja a develar lo que nos angustia para volver a
velarlo con lo que me produce placer, emociones agradables, velarlo con el
deseo, con lo erótico, como más atras señalaba, en contraposición a lo tanático,
a la pulsión de muerte. Es en ese juego permanente de descubrir lo siniestro y
volver a cubrirlo donde aparece la esencia del teatro ritual.
Y vamos a la frase de Wilde en la que afirma que “todo
arte es completamente inútil”. Si bien es una postura que tiene mucho que ver
con la oposición al romanticismo, de los estetas de la época, acentuando la
idea del arte por el arte mismo, además claro está de la previsible ironía que
la frase carga, viniendo de Wilde; nos da pie para reflexionar sobre el tema de
la “utilidad del arte”. ¿Será útil? En consecuencia…¿el teatro sirve para algo? En primer lugar se hace necesario señalar que
esta urgencia por lo útil tiene que ver con que el hombre está en el mundo para
transformarlo (de otra manera no hubiera sobrevivido), acciona para crear cosas
“útiles” que van transformando su realidad, crea el lenguaje, la rueda, junta
un palo con una piedra y crea un hacha, crea esta computadora con la que
trabajo; pero sería un error buscar la “utilidad” del teatro en ese sentido.
Porque a medida que el hombre evolucionó desde el cavernícola del que más
arriba hablábamos, pudo separar la necesidad de producir con su trabajo cosas
que cubren la inmediatez que la necesidad de sobrevivir le imponía y fue
creando mediante arduos procesos evolutivos nuevas categorías, nuevas
necesidades más complejas que las de no morir de frio o de hambre. Tuvo la
necesidad de transmitirle a sus congéneres, sus angustias, sus alegrías, sus
conflictos con el medio y con el otro,
sus emociones más profundas y compartirlas, entonces el rito y la
ceremonia para convocar a los animales a cazar, también se fue complejizando.
El arte en general y el teatro en particular aparecen entonces para dar
respuesta a esas nuevas necesidades. Pero a diferencia de las artes de
solitario proceso creativo, el teatro no puede hacerse sin “el otro”, el que
completa el sentido del ritual. El teatro es necesario para ser y estar con el
otro, para completarse con el otro. Es por esto que afirmo que la actitud
ceremonial debe ser recuperada, probablemente corriendo los límites que hay
entre las “artes performáticas”, algo que de hecho ya naturalmente esto ha
comenzado a suceder, quizás buscando otros espacios para el encuentro, o eliminando
todo lo que no sirva a los fines del contacto más profundo, en fin…recuperando la dimensión humana para
nuestra eterna, inextinguible ceremonia.
Rafael
Nofal
Febrero 2016
Facultad
de Artes - UNT
No hay comentarios:
Publicar un comentario