jueves, 11 de febrero de 2016

VIVIR EL TEATRO

ALGO DE HISTORIA

Los setenta
Comenzaban los setenta en Tucumán y en medio de la efervescencia social y política de la época, nuestra mayor ambición como jóvenes trabajadores del teatro (nos denominábamos así, la palabra “teatrista” sería inventada por Osvaldo Dragún, tiempo después) era “vivir del teatro”, ese era nuestro concepto del oficio que abrazábamos, profesión decían algunos, que se transformara en nuestro medio de vida. Habíamos invertido años de esfuerzo y lucha contra los prejuicios que aun campeaban por estos lares con respecto a las actividades artísticas en general y al teatro en particular, estudiando los secretos del escenario y salíamos al mundo (nuestro pequeño mundo: Tucumán y las provincias vecinas) a encararlo con la decisión que solo los veinte años pueden dar. Habíamos formado un gremio local, habíamos hecho censos de las salas de barrio y de las ciudades y pueblos del interior, pensábamos en circuitos de gira, en  textos atractivos para el público, en elencos reducidos, en escenografías portables, en grupos estables que se fueran capitalizando con la compra de luces, cámaras negras, herramientas. Comenzamos incluso a hablar de la necesidad de una Ley Nacional del Teatro.

¿Quiénes eran los profesionales de la época? Los que habían accedido a contratos del estado en el Teatro Estable de la Provincia o en el Teatro Universitario, elenco de la Universidad Nacional de Tucumán (donde cobraban poco y mal según sus propios testimonios) y los actores del radioteatro, aquellos herederos de los comediantes de la legua que trajinaban los micrófonos y los caminos por un módico “bolo” por función. Entre nosotros, era casi una división de clases pero en el ámbito teatral. Los que hacían el teatro de la pequeña burguesía intelectual y los que trabajaban para los sectores populares, obreros de los ingenios azucareros y campesinos.
Esta década está claramente dividida en dos, ya que en el setenta y cinco vino la tenebrosa noche de la dictadura, que en Tucumán  había empezado un año antes por la instauración del “Operativo Independencia”, comandado primero por el general Acdel Vilas y luego por el tristemente célebre, general Antonio Bussi. Tiempo de oscurantismo y terror; el radioteatro desapareció, perseguido por la censura en las radios y por la imposibilidad de realizar giras, ya que el ejército había tomado rutas y caminos del interior tucumano por lo que la circulación era difícil y controlada estrictamente. También el Teatro Universitario desapareció en manos de la más rancia derecha que se instaló en los lugares de poder de la Universidad Nacional de Tucumán. Solo sobrevivió a duras penas el Teatro Estable de la provincia, con muy escasa producción. 

Amanecer en el Norte
La vuelta a la democracia en el 83 nos encontró golpeados, confusos, ateridos de tanto silencio y muerte, pero el fervor reapareció, los grupos de teatro independiente se multiplicaron, en el 84 se creó por impulso de Julio Ardiles Gray la Escuela de Teatro de la UNT, que luego se transformaría en Departamento de Teatro de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán. La formación del trabajador del teatro se institucionalizaba en el ámbito académico. La militancia por una ley que protegiera e impulsara nuestra actividad volvió a cobrar fuerzas. Todo parecía ser igual que antes del golpe, pero no, era parecido, pero diferente. En algunos aspectos la diferencias eran evidentes  y en otros, las cosas eran sutilmente distintas.  Es que nosotros, los de entonces, tampoco éramos los mismos. El teatro militante de la primera mitad de los setenta, cabalgando en la creación colectiva, en el concepto de “trabajador del teatro” (todos hacemos todo: armar, desarmar, poner luces, actuar, dirigir, etc.) había trocado en un nuevo tipo de militancia. Aparecieron las etiquetas, los supuestos “héroes”, “los que resistieron”, “los que no se fueron”, “los perseguidos”, “los exiliados”, “los que sufrieron” que se diferenciaban y deslizaban  sutiles (o no tanto) acusaciones  a “los que transaron”,  “los que colaboraron”,  “los que no la pasaron tan mal”, “los Mefistos” etc. Enfrentamiento inútil por lo estéril y reduccionista, hay que decirlo. Es que nunca hubo “héroes del teatro tucumano”; sí,  dos o tres casos de  militantes cercanos a la lucha armada que no mezclaban esa militancia con la actividad teatral; tampoco hubo “oscuros personeros de la dictadura” en el teatro comarcano, como máximo encontramos a quienes siguieron trabajando como empleados del teatro estatal, conservando su única fuente de ingresos y a los que se sumaron los que venían del desaparecido radioteatro, buscando un sueldo que les permitiera sobrevivir. Sufrir, en el sentido que el diccionario de la Real Academia da al verbo (“sentir daño físico o moral”) sufrimos todos, los que se fueron, los que se quedaron, los que siguieron trabajando para el estado, los que no, etc. para todos fue un desgarramiento. Luego de los años de dictadura, ya nada volvió a ser igual para nadie. Alfonsín, los años de la democracia recuperada y un rápido cambio socio-cultural que empezaba a gestarse.

La hojarasca de los noventa
 Luego de una etapa de importante concurrencia del público a las salas teatrales fogoneado por el entusiasmo que provocó la vuelta de la democracia, durante el alfonsinismo; con la década menemista llegaron los multimedios, internet y la televisión por cable. Rápidamente descubrimos que  una parte del público prefería quedarse sentado en el living de su  casa consumiendo la nueva oferta. Podíamos ver la guerra del Golfo y luego la de Iraq en vivo y en directo, o husmear sobre el cadáver de la princesa Diana de Gales diez minutos después de su muerte. Para qué salir? Para qué ir al teatro o al cine?
 Todo se había “globalizado” es decir deslocalizado, desregionalizado, desnacionalizado. Lo que antes señalábamos como colonialismo cultural, empezó a denominarse cultura global. En cuanto al teatro, además de la merma en el público que concurría a las salas, muchas cosas mas habían cambiado: no solo los discursos, también las formas de andar el escenario se modificaron, los planteos estéticos, la mirada sobre el receptor, etc. Las modas planeaban sobre textos dramáticos y  la forma de trabajar sobre ellos. Lo global en realidad es hegemónico y no solo en el teatro sino en toda actividad cultural, recordemos a Naom Chomsky.   Los cines sufrieron el impacto. Muchas salas tradicionales cerraron. La industria cinematográfica se reinventó en salas mas pequeñas en los por entonces,  novedosos “shoppings”.  ¿Y el teatro? Si bien no hay estadísticas sino la percepción de los propios “teatristas” (empecemos a usar la palabrita), el público además de reducirse en número, cambió. Ya no era, el teatro solo el lugar donde las señoras de clase media iban a mostrar su indumentaria, ya no era solo el espacio de lustre y contacto social. Por supuesto, al desaparecer el radioteatro, desapareció la oferta para las clases populares. En las ciudades apareció un público joven, las pequeñas salas independientes se multiplicaron, no solo en el centro de la ciudad sino en los barrios y las ciudades mas pequeñas de interior..  En esto la llegada de la tan ansiada Ley Nacional del Teatro  y la consecuente creación  del Instituto Nacional del Teatro tuvo mucho que ver. Cuando hablamos de pequeñas salas, es importante señalar que hablamos de  capacidad menor a las cien butacas, algo impensado años atrás ya que nadie que pretenda vivir del teatro, puede hacerlo con ese número de localidades  a ocupar. Otro fenómeno observable es que cada sala alberga a un tipo distinto de espectador: El público que asiste al Caviglia no es el mismo que va al Alberdi y el que va a El Árbol de Galeano  no es el mismo que asiste a La Gloriosa o La Sodería. Solo por señalar algunos casos. Siempre, las pequeñas salas independientes son las preferidas del público juvenil, en ellas las entradas son  mas baratas y las propuestas estéticas están  habitualmente orientadas hacia las nuevas tendencias escénicas. Con el nuevo siglo la oferta se multiplica pero en formato nuevo: hasta los noventa, una obra bien podía permanecer varios meses en cartel con funciones que iban de jueves a domingos. Drásticamente eso cambia: las salas no alcanzan para contener los múltiples y entusiastas equipos de teatristas,  y de cuatro y hasta cinco funciones semanales de una obra se pasa a tres o cuatro obras de una función a la semana. La ecuación se invierte drásticamente. Varios elencos comparten el pequeño espacio en el que dan a conocer su propuesta teatral a un público generalmente joven y aficionado al teatro, debo aclarar que cuando hablo de “aficionado”, me refiero a aquel espectador habitual, que dada su concurrencia frecuente a las salas, está en condiciones de decodificar los sistemas de signos que contienen el discurso. Ya no se habla más de grupos independientes estables cohesionados por objetivos e ideología común,  sino de elencos que se agrupan para sostener algún proyecto en particular y acotado en el tiempo. Los actores trabajan en dos o tres proyectos a la vez y su compromiso con cada uno se sostiene lo que dura el ciclo de funciones. Los circuitos de gira prácticamente no existen y la única posibilidad de girar con un producto teatral está dada a partir de los “subsidios de gira” del INT.
 ¿Y la vieja ambición de vivir del teatro? Ya parece no ser prioridad, este tema. Pensemos que nadie puede pretender vivir de la actividad si hace una o como máximo dos funciones en una sala de menos de cien butacas. Es cierto que la aparición de los subsidios a los distintos rubros que componen el quehacer teatral, por parte del Instituto Nacional de Teatro cubrieron buena parte de los costos iniciales de producción, que justo es recordarlo, suelen  aparecer luego de haber estrenado, por lo que siempre hay que tener dinero para comenzar con un trabajo. Por supuesto aun quedan los que obstinadamente salen cada mañana con su carpeta bajo el brazo a vender funciones en los colegios de obras para niños o espectáculos para adolescentes sobre textos que figuran en los programas escolares, especialmente elaboradas para este fin, pero hoy son excepciones, son aquellos que han decidido no vivir de otra cosa para hacer teatro, los que mas allá de las dificultades o de hacer muchas veces, textos que no los satisfacen, priorizan su sentido de la profesionalidad. Recordemos que al menemismo se le arrancó en 1997  la Ley N° 24.800 que creaba el INT para promover y fomentar la actividad teatral en todo el país y diez años mas tarde, en 2007 apareció la Ley provincial N° 7854, que obligaba a las autoridades tucumanas a realizar en el territorio de su jurisdicción la misma tarea que el INT, estas leyes darían a la actividad teatral un impulso fundamental, pero también ayudaría a cambiar la mirada sobre el “ser profesional del teatro”.

Esa otra mirada
¿Para qué hacemos teatro entonces? ¿Para qué destinamos largas horas de nuestra vida a una muchas veces, rigurosa formación? ¿Para que las infatigables horas de ensayo? Si cuando orgullosamente decimos por ahí: “soy actor” , el receptor de tal aseveración preguntará inmediatamente: -Si, pero ¿de qué trabajás?- Que en realidad quiere decir -¿de qué vivís?- Y en esa pregunta se encuentra encerrada la contradicción en que permanece el trabajador del teatro del interior, y el ochenta por ciento de los  teatristas  porteños. Maestras, empleados públicos, vendedores callejeros, animadores de fiestas y sobre todo docentes de teatro, alimentan esta fauna que necesita desesperadamente subir al escenario, dirigir o escribir obras que muy pocos irán a ver. Porque la ambición hace rato ya,  dejó de ser “vivir del teatro” pero el fervor sigue siendo el mismo. ¿Por qué? ¿Para qué? –Porque necesitamos expresarnos- contestaría alguien rápidamente. Y aquí comenzamos a meternos en vericuetos psicológicos y sociológicos. Porque era una explicación fácil y clara cuando alguien decía: - porque es la profesión que amo, me he formado para ejercerla y pretendo vivir dignamente de ella-.  Listo, nada más que hablar. Para expresarnos … ¿expresar qué? ¿Que tiene ese vendedor de seguros de día, actor de noche, para decir? Y por favor, no es despectivo sino que solo quiero señalar el sacrificio y la entrega de ese hombre que prodiga su cansancio a lo que realmente ama, a la actividad que le da sentido a su vida. Tiene ciertamente para expresar lo que en definitiva todos tenemos: Su particular visión del hombre, su forma de estar en el mundo, que particularidades del ser humano y su relación con las cosas y los otros hombres lo conmueven. Quizás habrá aguzado su mirada crítica y direccionará su discurso desde un particular posicionamiento ideológico. Quizás la angustia por su finitud lo consume y sobre eso querrá hablar,  tal vez solo quiere poetizar la realidad para entregar a sus congéneres un “plus” de belleza que él siente tan necesaria como el pan. Pero todo desde el escenario (aun cuando este como lugar físico concreto no exista), todo con un espectador ocupando su mismo espacio en el fragmento irrepetible de tiempo en que el hecho teatral sucede. Y volvemos al concepto  de epifanía (sobre el que ya hablé en otros trabajos), al instante del mágico encuentro entre actor y espectador, porque es posible que sea esto lo que mantiene vivo al teatro a pesar de la invasión de la tecnología, de los achicamientos, “nuevos paradigmas”, recortes, supuestos aggiornamientos, novedosas multimedias,  y tanta  hojarasca. La necesidad inmanente, propia del hombre como  único animal con la angustiosa y definitiva certeza  de su muerte que  nos empuja a  juntarnos, a reeditar el ritual de la fogata como en la prehistoria. Y ¿para qué nos juntamos? ¿para qué se juntaban nuestros antepasados? Sin duda para espantar los miedos. Miedos  inscriptos en lo mas profundo del hombre, miedos primigenios. Reunidos alrededor de la fogata espantábamos la oscuridad, los animales que podían atacarnos, los enemigos, lo que se esconde en la “negritud”, en lo “no luminoso”. Y que es todo esto sino única y definitivamente, miedo a la muerte. Quizás por eso nos juntamos a contarnos historias, a transmitirnos alguna certeza, a decirnos “yo tengo tus mismas angustias”, “nuestros temores son los mismos”. Tenemos una percepción fragmentada, caótica de la realidad y obviamente la de cada individuo será distinta, pero lo que provoca en cada uno es en definitiva, lo mismo: angustia, sensación de desamparo, un “horror vacui” metafísico que nos hermana. Nos juntamos entonces    a transferirnos algo que nos ancle, que nos haga quedar, que no nos empuje hacia lo desconocido, hacia el vacio. Para estos fines, en el teatro como alrededor de la fogata, ya no importará demasiado que haya poca o mucha gente ni la cantidad de butacas ocupadas, solo será importante lograr la comunión, la común-unión para juntos actor y espectador, mantener vivo el fuego original. Y conste que cuando digo “actor” en realidad me refiero a cualquiera de los que trabajan “de este lado del escenario”, sin importar la función. Entonces ya no seremos “profesionales” en el sentido de “vivir del teatro” sino en el sentido de “profesar” el teatro, con la cuota de irracionalidad que esa palabra implica. ¿Hablamos de la recuperación del sentido ritual del teatro? Si, sin dudas que sí.
Algunos habían pronosticado la muerte del teatro con la llegada de tanta parafernalia tecnológica –tantas veces me mataron/ tantas veces me morí/ y sin embargo estoy aquí/ resucitando, dice María Elena Walsh- A estos vaticinios  hay que oponerle el elemento que hace al teatro inmortal: Su estricta medida humana, la inevitable necesidad de estar juntos para que el hecho teatral suceda, la construcción conjunta del suceso poético. Los cuerpos ocupan el mismo fragmento de espacio-tiempo, pero comparten también la elaboración siempre en tiempo presente, del encuentro para elaborar metáforas, para construir signos litúrgicos, para sostener complicidades que serán materia  erótica, es decir correspondiente a la vida,  elaborada en conjunto y que si bien solo pertenecen a ese momento, pervivirán en la memoria de los participantes del ritual, quizás no como concepto pero si como imagen poética intransferible.

¿Y el placer?
Afirma Oscar Wilde en el prefacio de “El Retrato de Dorian Gray” (1890): “Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, la profesión de actor” para cerrar dicho prefacio afirmando: “Todo arte es completamente inútil”. Estas dos aseveraciones me orientan hacia las últimas consideraciones de este trabajo.
Tomando la primera afirmación volvamos por un momento a la cueva del hombre primitivo, a la escena que muchas veces imaginamos: Un grupo de individuos representa, es decir “vuelve a presentar” la escena de una caza exitosa para conjurar el éxito de la nueva expedición que está por partir, imaginemos el grado de excitación, de emoción (sentimiento, diría Wilde) que campea sobre todos los que allí están, oficiantes y participantes, y cuando digo participante me estoy refiriendo a un “espectador activo”, aquel que en comunión con el o los oficiantes construye el rito, y aquí ya debiéramos empezar a hablar de mímesis, catarsis y otras cuestiones cercanas a la antigua tragedia. Si ahondamos en la fiesta de la pachamama en los valles calchaquíes, separando la costra de corrupción con que los tiempos modernos la han cubierto, encontraremos parecida comunión entre oficiantes y participantes. Es allí en esa comunión, donde aparece el placer, juntos han podido construir un instante en el que el caos se supera, en el que los temores al hecho por venir se cambian por el goce que el recuerdo del momento placentero y la imaginada cacería exitosa futura producen. En la ceremonia de la pachamama equivaldría a la cosecha, las pariciones y los bienes que la tierra nos proveerá. De allí a afirmar que juntos producen belleza, hay un paso, pero belleza en el sentido más primario del término, en el sentido de aquello que nos conecta con el pasado y nos da una mirada esperanzada sobre el futuro, aquello que contrapone la armonía al caos, y transforma el espanto individual en goce comunitario. En definitiva lo que nos empuja a develar lo que nos angustia para volver a velarlo con lo que me produce placer, emociones agradables, velarlo con el deseo, con lo erótico, como más atras señalaba, en contraposición a lo tanático, a la pulsión de muerte. Es en ese juego permanente de descubrir lo siniestro y volver a cubrirlo donde aparece la esencia del teatro ritual.
Y vamos a la frase de Wilde en la que afirma que “todo arte es completamente inútil”. Si bien es una postura que tiene mucho que ver con la oposición al romanticismo, de los estetas de la época, acentuando la idea del arte por el arte mismo, además claro está de la previsible ironía que la frase carga, viniendo de Wilde; nos da pie para reflexionar sobre el tema de la “utilidad del arte”. ¿Será útil? En consecuencia…¿el teatro sirve para algo?  En primer lugar se hace necesario señalar que esta urgencia por lo útil tiene que ver con que el hombre está en el mundo para transformarlo (de otra manera no hubiera sobrevivido), acciona para crear cosas “útiles” que van transformando su realidad, crea el lenguaje, la rueda, junta un palo con una piedra y crea un hacha, crea esta computadora con la que trabajo; pero sería un error buscar la “utilidad” del teatro en ese sentido. Porque a medida que el hombre evolucionó desde el cavernícola del que más arriba hablábamos, pudo separar la necesidad de producir con su trabajo cosas que cubren la inmediatez que la necesidad de sobrevivir le imponía y fue creando mediante arduos procesos evolutivos nuevas categorías, nuevas necesidades más complejas que las de no morir de frio o de hambre. Tuvo la necesidad de transmitirle a sus congéneres, sus angustias, sus alegrías, sus conflictos con el medio y con el otro,  sus emociones más profundas y compartirlas, entonces el rito y la ceremonia para convocar a los animales a cazar, también se fue complejizando. El arte en general y el teatro en particular aparecen entonces para dar respuesta a esas nuevas necesidades. Pero a diferencia de las artes de solitario proceso creativo, el teatro no puede hacerse sin “el otro”, el que completa el sentido del ritual. El teatro es necesario para ser y estar con el otro, para completarse con el otro. Es por esto que afirmo que la actitud ceremonial debe ser recuperada, probablemente corriendo los límites que hay entre las “artes performáticas”, algo que de hecho ya naturalmente esto ha comenzado a suceder, quizás buscando otros espacios para el encuentro, o eliminando todo lo que no sirva a los fines del contacto más profundo,  en fin…recuperando la dimensión humana para nuestra eterna, inextinguible ceremonia.
Rafael Nofal
 Febrero 2016
Facultad de Artes - UNT





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